Cuando abro los ojos, ya ha salido el sol.
Hace un día caluroso, y el sudor no tarda en aparecer y empapar mi camiseta.
Me siento vivo. He podido dormir. He podido ver a mi madre, que cada vez se alejaba más desde mi punto de encuentro, pero ella estaba allí, y pensé, por un momento, que ella no se ha ido, ni se irá, sino que me cuidará los sueños. Su muerte no la convirtió en un cadáver, la convirtió en la guardiana de mis sueños.
Me gusta pensar que es así, ¿a quién no? Mirar, cada noche, sus ojos y su sonrisa.
Entonces, retrocedo en el tiempo. Mamá está detrás del mesón, con sus manos metidas dentro que una pelota de masa que no tardará en transformarse en galletas. Me mira, sonriente, por supuesto. Yo me siento cansado, sé que he pasado la tarde jugando en el patio, o en el parque. Es así como lo recuerdo.
El auto se detiene y me muevo un poco por la sacudida: hemos llegado.
Hay tanto ruido que me duelen los oídos, y los dientes me vibran. Alguien dispara, alguien grita, alguien más pasa corriendo por la entrada del vagón. Nadie ha muerto, los disparos son por pura practica; los sujetos corriendo, por puro entrenamiento. Los gritos son de la gente al mando. No tardo en descubrir a dónde nos han traído. Levanto la cabeza por una de las ventanas que tengo al lado y miro, atento. Hay módulos a ambos lados, edificios color blanco, largos y con muchas ventanas. Por el medio pasa una larga carretera de concreto, está repleta de camiones y de gente con rostros sucios.
Y cuando el hombre, que por los momentos estoy creyendo que está al mando, dice:
—Todos de pié.
Yo respondo:
—¿Por qué debemos?
No me arrepiento de decirlo en modo de contraataque. No me arrepiento de nada de lo que he hecho hasta ahora, es una ventaja.
Él me lanza una mirada de astucia, como si estuviera seguro de que todas mis palabras, y todos mis actos hasta ahora, han sido sólo cuestión de impulsos adolecentes.
Lo son, lo reconozco.
—Chico —empieza él, llevándose su rifle a la espalda—, es como lo haz escuchado antes: Incluso cuando tienes las últimas palabras, es mejor guardarlas, es por tu bien, y el bien de todos. Es la paz lo que buscamos, ¿no es cierto?
No respondo nada, y eso que tengo las palabras. No respondo nada, porque veo a papá, quien me mira y niega levemente con su cabeza. No quiero decepcionarlo.
—Entonces, síganme.
Dejamos el camión uno a uno. Los demás, los que están en los demás camiones, también se bajan, y nos agrupan a todos en el centro de la carretera de concreto.
Miro más allá de las vayas de alambre de púas, hay un pequeño grupo de gente que viste uniformes negros. Levantan sus armas y les dan disparos limpios a las figuras humanas en contrachapado. Cuando se les vacía el cargador, un señor alto y también fornido, se acerca a mirar qué tan precisos han sido.
—Bienvenidos sean todos —la voz del sujeto de saca del trance y vuelvo mi vista había él para prestarle atención. Está delante de todos, supongo que los de atrás no han de escucharle bien, ya que hay disparos, gritos, y eso—. Se estarán preguntando por qué los hemos traído aquí, y sólo hay una respuesta ha esa pregunta: han tenido suerte.
Las palabras dan vueltas en mi cabeza, buscando algún punto de racionamiento, pero no encuentro ninguno. ¿Por qué tendríamos más suerte aquí que donde estábamos antes? ¿Por qué estar al aire libre, y sin protección, es más sano que en las vías? Nada tiene sentido. Mientras más me lo pienso, más confuso parece.
—Es un nuevo mundo, gente. Un mundo donde la valentía es todo lo que nos impulsará a seguir adelante —mientras el tipo habla, yo estoy viendo la cara de todos los que me rodean, algunos parecen estar de acuerdo, otros, simplemente piensan que todo es una basura—. Todo lo que teníamos se fue. En diez semanas, sólo en diez, el mundo cayó hasta el fondo en el fracaso.
Y aquí estoy yo, pensando en que todo lo que dice, sigue sin tener sentido alguno.
Miro a mí alrededor. Hay una mujer asomada en la ventanilla del segundo piso del edificio a mi derecha. Nos mira a nosotros, los recién llegados, con una sonrisa. Tiene el pelo rubio y unos ojos que, incluso a la distancia, lucen como piedras azules.
—Es un nuevo mundo. Un mundo lleno de vanidad y deseo de pertenencia. Somos una resistencia a todo eso, resistiendo a los horrores del mundo de afuera. Si hay que matar, lo haremos. Mataremos como si fuera algo personal, porque, de cierta manera, lo es. Todo se ha vuelto personal estas últimas diez semanas. No conocen nada. Vivieron encerrados como ratas, pero yo les mostraré qué está ocurriendo, les enseñaré todo mientras los protejo.
Suena muy seguro con lo que dice, pero no puedo creerle. Hay algo en sus gestos, como si su grandeza le excitara a cierto punto de querer jugar a ser un Dios. Eso de jugar a ser el Creador nunca está bien, uno puede crear su propia catástrofe.
—Me llamo Dean, pero me llaman Superior.
Eso último lo dice con una sonrisa en su rostro y metiéndose las manos en los bolsillos, levanta el pecho levemente mientras aspira una gran bocanada de aire.
—Ahora, debido a que la paz es sana, y gente no sana no puede crear paz, los evaluaremos. Será un proceso rápido y eficaz. No como lo hacían en aquellas estaciones, esto es mucho más real que todo lo que crearon allá.
Me siento ofendido con lo que acaba de decir, así que bajo el rostro, porque, sé que si lo continúo mirando, me entrarán ganas de romperle el rostro. Él ya lo hizo con mi padre, yo también podría jugarle las mismas cartas.
—Para esto, estaría necesitando tres grupos: jóvenes, mujeres y hombres. Es simple. Diría niños, pero ya sabemos lo que pasó con ellos, ¿cierto?
Algunos asienten, yo no lo hago.
Lo primero que hago, antes de formarme con los jóvenes, es acercarme a papá y decirle al oído que voy a estar bien, y que él lo estará. Después, me acerco y empiezo a buscarla con la mirada, sé que ella está aquí. Debería estarlo.
Está casi al final, con sus brazos cruzando mirando a los grupos de los adultos. Ha de estar mirando a sus padres, si es que aún están vivos, jamás se lo pregunté.