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Cruzo mis brazos y me coloco detrás de una chica pelirroja que no había visto jamás en mi vida.

Un soldado (si no lo es, luce como uno) me ordena a formarme en una columnas de al menos unos quince jóvenes. Y yo pienso: ¡Vaya! Realmente no sabía que habíamos tantos.

Cuando las personas empiezan a avanzar, yo miro a mamá y a papá, ningunos de ellos me ve, pero se miran entre ellos. Entonces, sin previo aviso, alguien me toca el hombro y yo me volteo rápidamente.

—¡Hey! Tranquila. —Dice Marcos.

Me regala una sonrisa. Levanta la vista por sobre mis hombros, mira atento con el seño fruncido. No puedo evitar girarme para mirar lo que sea que haya captado su atención.

Muy por delante de nosotros, hay un soldado, lleva sus manos a la funda del arma que tiene en la cintura y coloca la pistola en alto, apuntando a un chico que tiene un sudadera con capucha. No quito mi vista. El alboroto llama la atención de los demás. Ahora hay personas que se acercan, y allí está el sujeto que grita «A sus puestos. Todos a sus puestos». Siempre hay uno que lo grita cuando las personas empiezan a salirse de sus lugares correspondientes.

Nadie le hace caso.

Estoy lo bastante cerca como para escuchar gritar al soldado, diciéndole al chico que tiene que salirse de la formación. La cabeza del chico se mueve hacia el cañón de la pistola, da un paso y el metal choca con su frente. Sus labios se mueven, pero no logro escuchar sus palabras, más bien, lo que llama mi atención son sus dientes manchados de sangre, y no me da tiempo siquiera de sentir asco, porque el dedo del soldado retrocede en el gatillo y lo último que miro es la cabeza del chico volar en pedazos.

Grito, no sólo yo, todos los que han visto la escena. Levanto mis manos, pero no sé qué taparme, no sé si cubrirme los ojos o los oídos. Escojo la primera opción. Los murmullos no tardan en transformarse en gritos y en quejas.

Ellos no entienden la gravedad, o tal vez la gente de aquí se lo toma muy apecho.

Luego de que un par de hombres se acercaran para llevarse a rastras el cadáver, el mismo militar nos dice que volvamos a la formación, que todo lo que acababa de ocurrir es normal. Que es sólo por pura protección, la protección de todos.

El tiempo pasa bastante lento para mi gusto. Los minutos se alargan y parecen horas enteras. No tardo en cansarme de esperar, pero justo es mi turno.

—Buena suerte, Kim. —Escucho decir a Marcos detrás de mí, antes de desaparecer dentro del edificio.

Casi todo aquí adentro es de color blanco, o de metal. Me recuerda a los hospitales de la ciudad. El militar me guía por un laberinto de pasillos que parecen no tener final. Subimos un par de pisos por las escaleras hasta que llegamos al tercer nivel, que huele demasiado a desinfectante y a blanqueador de ropa.

—Por aquí, por favor.

Sonriendo, noto lo joven que es. Su piel es blanca y su cabello es castaño. Su sonrisa tienes hoyuelos. Le regalo una sonrisa igual.

Él abre la puerta, yo entro, y luego la cierra con cuidado.

Hay mucho más blanco aquí dentro. Detrás del escritorio hay una mujer con una bonita sonrisa. Me hace un ademán para que yo tome asiento, aunque al principio pienso que quedarme de pié, pero termino en la silla.

—¿Cómo te llamas, cariño? —Coge el lápiz de la mesa y coloca la punta sobre la hoja de un cuaderno. Está lista para garabatear todo lo que salga de mi boca.

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora