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KIM

Desperté la mañana siguiente con una pesadilla.

En ella, mis pulmones apenas podían recibir aire. Yo pataleaba, lanzaba golpes al aire. Tenía la sensación de estar cayendo, así que me dejé llevar por el viento, pero jamás toqué fundo. Había voces, también. Detrás de las mascarillas antigás, sus voces no eran muy diferentes a la de los robots, así que difícilmente entendía algunas. Alguien me colocó su mano fría en la cabeza, y sabía que, detrás de esos lentes oscuros, me miraba directamente, y yo a él o ella, quien sea que fuera. Mantuve la misma postura durante un rato, esa cosa mi miraba sin expresión, y yo, la pequeña chica asustada, le sostenía la mirada, pero una mirada inyectada en pánico. Luego sentí un fuerte pinchazo en el pié, el dolor se extendió por mi pierna a la velocidad de un rayo, y todo se oscureció.

Cuando desperté, lancé el último golpe antes de entrar en conciencia y darme cuenta de que todo había sido un mal sueño. Estiré mi mano para buscar a alguien, o a algo a los que aferrarme.

Mi corazón palpitaba fuertemente, amenazando con abandonar mi pecho. Mis manos temblaban también. Y cuando menos lo noté, empecé a llorar.

No lloré ya por la pesadilla. Tampoco lloré por el virus y todo lo que me hizo perder. Lloré por la extraña manera en la que se había dividido mi vida: El Antes y el Después.

Todo resulta haberse dividido así cuando el infestado cero cayó a manos de la Fiebre. Hay un Antes, cuando uno recuerda cosas felices, y hay un después, siempre hay un doloroso después, incluso después de la muerta hay un después.

Y no pude volver a coger el sueño aquella vez. No solo por la sensación de adrenalina y desesperación, sino porque es casi imposible conciliar el sueño cuando afuera todo parece estarse cayendo a pedazos. Cada dos segundos había un ruido fuerte: Los motores de las camionetas rugiendo, los gritos de los entrenadores, los disparos.

Me quedé en la habitación, sin embargo, mamá no lo hizo. Supuse que, no lo sé, tal vez había salido a buscar a papá y tener una larga charla con él.

La soledad no era mi mejor amiga en aquel momento. La soledad siempre resultaba ser una amiga muy cercana cuando estábamos en las Estaciones; siempre allí, pidiéndome a mí, impaciente, que abandonara todo y saliera corriendo hasta que mis pies sangraran, sin embargo, no estaba siendo así en lo absoluto.

Salí de la habitación luego de darme por vencida. Salí como si fuera la primera vez que lo hiciera: a paso lento. Alguien me saludó, yo solo le miré y sonreí. Pasé por delante de la habitación de Marcos, estaba en total silencio. Hasta que, por fin, llegué a la puerta que da afuera de recinto.

El sol me dio directo en el rostro. Su calor me hizo sentir bien. No me había familiarizado con él durante algún tiempo. Y cuando lo hacía, esos momentos donde me iba a mi pequeño espacio, la pequeña cueva que encontré en desesperación, no lo sentía tan cercado. ¡Vamos! Tampoco es como si nos sentáramos en una mesa de picnic a tomar néctar de uva y charlar sobre por qué la vida me estaba resultando tan cruel. Entonces, él me diría "Las mejores personas son las que más sufren".

Afuera todo parecía mucho más diferente que el día en que llegué. Bueno, en ese momento mirando una poco más a fondo las cosas, y me di cuenta de lo mal que había estado. A los que llamaba soldados, no son más que jóvenes, no pasan ni siquiera los dieciocho años de edad, lo curioso es que los que se suponen que están a cargo, también son muy pequeño. El peso que les ponen en los hombros es increíble. A los que llamé militares, también son bastante pequeños, como aquel que me llevó a la revisión médica de la Bienvenida.

Fiebre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora