Una Oración a la Lejanía

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Entonces, ¡Que la fortuna me sea propicia!
Puede hacerme el más feliz o el más desgraciado de los hombres.

-El Mercader de Venecia Acto II Escena I



Shion.

Intentó llamarlo, pero no le salió la voz. Su lengua no se movía. Sus brazos y piernas se sentían pesados como si tuvieran grilletes y no pudiera liberarlos. Shion no se dio la vuelta. Su espalda, enfundada en una camisa blanca, se fue alejando cada vez más. A su alrededor estaba la oscuridad.

Una oscuridad negro tinta los rodeaba por completo. No había ni el más ligero rayo de luz.

Shion, espera. No puedes ir.                                                                                                                                      Da la vuelta, regresa a casa. No te alejes más.

La oscuridad tembló. Se erizó y levantó como algo vivo, y se tragó por completo la distante espalda blanca.

¡Shion!

Un grito atravesó su garganta. El terror se convirtió en un dolor cruel que recorría su cuerpo entero. Intentó adentrarse en la oscuridad tras Shion, pero su cuerpo aún no podía moverse. No podía dar ni un paso al frente.

Alguien- alguien ayúdeme. Deténganlo.

—Karan.

—¡Seño!

Escuchó voces. Alguien estaba sosteniendo su mano y la estaban sacudiendo sutilmente.

—Karan, ¿Puedes escucharme? ¿Puedes oír mi voz?

—¡Seño, despierte!

Las voces se hicieron más fuertes. La oscuridad fue barrida de sus ojos y su visión se aclaró en una bruma tenue.

Oh- te escucho. Sí te escucho.

Karan abrió los ojos. Su visión estaba borrosa, como si hubiera un velo sobre sus ojos. Dos rostros brumosos- el de un hombre moreno y una niña- escrutaban su cara. Pero eran efímeros. Sentía que si parpadeaba, temblarían con un brillo y desaparecerían.

Podía oler pan. Rollos de mantequilla, hechos de una masa con un montón de mantequilla. Llegada la tarde, los habitantes de Lost Town pasarían por la panadería de Karan por sus panes baratos y deliciosos: obreros, después de un largo día de trabajo; estudiantes hambrientos; niños con cambio en los puños; para esos pobres clientes, había programado el horno para que se apagara a las 5 en punto. Parecía que el horno antiguo funcionaba apropiadamente- la docena o poco más de rollos de
mantequilla estaban terminados y listos.

Para Karan, el aroma del pan horneado era el aroma de la vida misma. El delicioso aroma, ahora tan familiar a su nariz, catapultó a Karan al mundo real.

El velo había sido retirado y el perfil de dos rostros flotó claramente ante sus ojos.



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