Todos los años era lo mismo, su madre supervisaba la preparación de la cena y el único sonido que rompía el silencio era el que hacían las cocineras. Los ojos azules de Klaus seguían la esbelta figura de la señora Blackford, cierta tristeza se notaba en ellos ¿Era mucho pedir una mirada? ¿Algún gesto de reconocimiento?
Era patético, mendigando cariño como un repudiado.
Si su padre lo viera ahí de pie, esperando aunque sea un poco de atención, lo más probable es que lo dejara sin comer un día entero, tal demostración de debilidad lo ofendería a niveles impensables. Tragando el nudo que se le había formado en la garganta salió de allí con unas inmensas ganas de llorar, era tan débil e inservible.
No sabía qué era lo que estaba mal, nunca se lo habían dicho, sólo una vez tuvo el valor de preguntar y por ese error tenía unas horrendas cicatrices en la cara interna de los muslos, recordaba a la perfección el ardor, la viscosidad de la sangre al deslizarse por sus piernas y el placer enfermizo en los ojos del hombre al que debería admirar en lugar de temer. Tembló un poco.
Se conformaría si tuviera alguien con quién hablar, ni siquiera los sirvientes le dirigían la palabra, prácticamente era un fantasma, vagando por las silenciosas y frías habitaciones de su casa. Aceptaba que en ocasiones era una ventaja, podía escabullirse por horas e ir a donde le apeteciera, nadie se enteraba de sus escapadas.
A veces creía que todos a su alrededor guardaban un secreto en común, sus compañeros de clase, las personas que de vez en cuando asistían a las reuniones que se celebraban en casa, hasta la profesora, al estar aislado se dedicaba a observar su entorno y era inevitable que no se diera cuenta de ciertas cosas. No podía afirmar nada, en realidad no es como si fuera a preguntarle a alguien. El único con el que había tenido un acercamiento medianamente afectuoso era William, su hermano mayor, existían recuerdos agradables, pero después de visitar aquella cabaña su actitud cambió, fueron días oscuros, el dolor del rechazo aún le quemaba, con el tiempo William también se olvidó de él.
Su hermano era tan afortunado, el señor Blackford siempre era agradable con él, en su expresión se notaba lo orgulloso que se sentía cada vez que miraba a William, a veces los espiaba mientras cenaban, cuando la soledad le sobrepasaba, su madre en ocasiones lo pillaba observándolos y, en lugar de delatarlo, apartaba la mirada, tal vez por lástima o por asco, realmente no sabía.
Mientras caminaba hacia el bosque que se encontraba detrás de la mansión Blackford la rabia reemplazó la tristeza que lo embargaba, ellos no tenían derecho a tratarlo así, nadie lo tenía.
Con fuerza arrojó una roca hacia un roble lleno de musgo, al mirar el daño que le había provocado al tronco se dio cuenta de que debía tranquilizarse, sus problemas no eran tan importantes, en las noticias hablaban de muertes y torturas, esas personas sí sufrían, por lo menos él tenía salud, alimento y un techo sobre su cabeza.
Se quedó sentado sobre las raíces del roble al que había golpeado, el sonido de los animales lo distrajo, la autocompasión no servía en este caso, nadie vendría a salvarlo de su miseria, los héroes y los finales felices eran cuentos para tontos, ideas que habían surgido de almas rotas y atormentadas que buscaban un poco de consuelo.
Su mente vagó sin rumbo, desde hacía tiempo había dejado de ser un niño aunque apenas tuviera ocho años, conservaba la inocencia en algunos aspectos pero el entusiasmo y la esperanza que se encuentran en los pequeños de su edad simplemente no existían. Si esperas cosas de los demás lo único que conseguirás es decepción y dolor.
El sol comenzó a ocultarse y una sonrisa apareció en su rostro, Klaus adoraba la tranquilidad que ofrecían las tinieblas, lo hacía sentirse cómodo y seguro, además pronto aparecerían las luciérnagas, esos pequeños bichitos lo hacían feliz, parecían diminutos soles danzando a su alrededor.