Capítulo 11

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Mi teléfono suena una vez más encima de la mesa, pero me niego a contestar. Sé que es él, no puede ser nadie más.

Es viernes, no fui más a su casa desde aquella noche y no pienso hacerlo.

Sigo sintiéndome culpable, es una locura, algo imposible y absurdo.

Él... él no sabe lo que quiere y... ¿En qué demonios estaba pensando?

Noté lo que sucedió, vi deseo en esos ojos, pero no... No puedo hacer eso. Y Iana. Ella no merece nada de todo esto.

Alex Eggers fue una perfecta metida de pata.

El celular vuelve a sonar una vez más y lo pongo en silencio. Él me ha llamado miles de veces en todo estos días, pero no conteste.

Estuve buscando otros empleos por ahí, aún no tengo nada de nada, pero lo lograré. No tendré que ver su linda cara nunca más, no me haré daño y no cometeré una locura.

Doy vuelta el celular para no ver más esas llamadas en la pantalla, me pongo de pie, suelto un suspiro y camino hasta mi pequeño refrigerador.

No comí nada en todo el día, estoy muriendo me dé hambre y posiblemente no tenga nada que comer aquí.

—Genial, Iris. Morirás de hambre si sigues así.

Cierro la puerta con un golpe y tomo mi bolso floreado. Son las ocho, no es tan tarde, pero no tengo mucho dinero y algo me dice que mi cena de esta noche será una maldita manzana.

Manzana... recuerdo de nuevo lo que sucedió con Alex y me pongo nerviosa.

Su piel, su calor, cada maldito músculo de su cuerpo duro y trabajado... Pasé mis manos por todo su pecho y aún no logro entender como no me abrí de piernas en ese instante.

Sacudo mi cabeza rápidamente, agarro las llaves y cuando abro la puerta, me choco con ese pecho, veo esa camisa y al elevar mi mirada en cámara lenta, esos ojos. Esos maldito ojos y esa cara.

—Al fin te encuentro. Te estaba llamando —comenta con seriedad.

Balbuceo más de una vez, trato de hablar, pero estoy muda.

—Yo...

Alex mira la puerta del apartamento y yo sostengo las llaves, pero no sé si cerrar, si abrir, si respirar o qué demonios.

—¿Podemos hablar?

Parpadeo, asiento levemente y después abro la puerta.

Alex entra a mi habitación y rápidamente siento vergüenza. Él jamás en su vida estuvo en un lugar así, jamás en su vida supo lo que es algo como esto.

Vivo en un cuarto que tiene cuatro metros de ancho y cuatro de largo, tengo la cocina casi al lado de mi cama, y el baño que tengo es tan pequeño que cuando abro la ducha tengo que tener cuidado para no golpearme la rodilla con el retrete.

—¿Vives aquí? —pregunta un tanto sorprendido. No quería hacerlo pasar en realidad, nunca me sentí tan avergonzada en mi vida.

—Sí...

—¿Por qué no te presentaste en estos últimos días?

Me quito el bolso de tela y lo dejo encima de la mesita redonda con solo dos sillas.

—Yo... —No sé qué demonios decirle—. Ya no quiero trabajar más para ti, Alex —confieso por lo bajo, pero no me atrevo a mirarlo.

—¿Qué...?

ALEX - Deborah Hirt ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora