CAPÍTULO 30

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Edmund no lograba definir la sensación que anidaba en su pecho, porque nunca antes había sentido de esa manera, esa manchita en forma de corazón en la mano del niño, provocaba que latiera una desmedida necesidad de pertenencia, porque lo sentía más suyo que cualquier cosa, más que todos su bienes materiales.

Luchaba contra unas tortuosas ganas de llorar y reír al mismo tiempo; sabía que había perdido momentos irrepetibles al lado del niño. Nunca había pensado en la posibilidad de ser padre hasta ese instante, y que lamentablemente se había perdido de momentos irrepetibles, necesitaba que April empezara a responder a todas sus preguntas.

—¿Le has hablado de mí? —Tenía la voz espesa por las emociones que lo gobernaban—. Es decir, ¿sabe quién es el padre? —preguntó desviando la mirada de la mancha café y miró a April.

—Todos los días le hablo de ti —dijo moviendo la cabeza, para darle más peso a sus palabras—. Te conoce por fotos, le he dicho que estás trabajando, pero aún es muy pequeño para comprender. Sé cómo te sientes...

—No, April... Realmente, no tienes la más mínima idea cómo me siento —reprochó, tratando de recordar que ella estaba enferma, para no ser tan duro cómo verdaderamente quería serlo.

—Lo siento Edmund... —Apoyó los codos en la cama para acercarse más—. Ya te expliqué mis razones.

—¿Crees que tus razones son suficiente? ¿Crees que no decirme que estabas enferma justifica que me ocultaras un hijo? —inquirió en voz baja; sin embargo, podía percibirse esa molestia que lo embargaba.

April seguía mirándolo a los ojos, sabía que ese momento no iba a ser fácil, por lo que se obligaba a afrontarlo con valentía y no echarse a llorar.

—Nada, realmente nada lo justifica, pero el miedo no entiende de eso, el miedo no me permitía razonar. Sé que en este momento piensas que soy una cobarde, una maldita egoísta que traicionó tu confianza y amistad, realmente fue así... Sé que fue así, y no voy a seguir enumerándote las razones que el miedo me ofrecía día a día para no afrontar este momento —explicó con voz ronca por las lágrimas que se obligaba a tragar.

—No sé si algún día pueda perdonarte por esto —murmuró roncamente, volviendo la mirada una vez más al niño.

—No tienes que hacerlo, porque sé que no lo merezco. —Ella también ancló la mirada en Santiago.

Ambos guardaron silencio, lo hicieron por mucho tiempo para no seguir lastimando la irreparable herida que April había provocado en la confianza de Edmund.

Él no podía dejar de mirar al niño, era como si fuese un poderoso imán que dejaba a sus pupilas sin voluntad, repasaba una y otra vez cada rasgo en el pequeño, descubriéndolo cada vez más bonito y más suave.

Algunas veces sentía que el sueño lo vencía, los ojos los sentía arenosos y la espalda hormigueaba, apenas había dormido y traía encima del cansancio del viaje.

Hacía un esfuerzo sobre humano para mantenerse despierto, pero sin darse cuenta, terminó con la frente enterrada en el colchón.

Palabras susurradas poco a poco lo despertaban, sin levantar la cabeza del colchón, espabiló varias veces para aclarar la vista y sus enredados pensamientos, a medida que empezaba a distinguir las voces.

Definitivamente no había sido un sueño, la realidad era que su vida en una noche había dado un giro de ciento ochenta grados.

Sus pupilas se fijaron en el papel tapiz infantil que forraba la pared del frente.

LEY DE TALIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora