CAPÍTULO 35

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Edmund se anunció al tocar la puerta de la habitación en la que estaba hospitalizado Santiago, y en segundos escuchó la voz de April que lo invitaba a pasar. Giró el pomo, sin poder definir la extraña sensación que lo gobernaba, se sentía nervioso y ansioso, porque en poco tiempo, debía hacer la presentación entre April y Walter, pero sobre todo que su mejor amigo conociera a su hijo.

No sabía por qué anhelaba que Walter aprobara a Santiago, que se contagiara de esa maravillosa ternura que desbordaba, y que no dudara de que ese pequeño campeón, era producto de sus genes, posiblemente él mismo se estaba cerrando a la posibilidad de confirmar con pruebas más fehacientes, si era o no su hijo, pero era más grande la emoción de ver en alguien más, ese lunar que también había heredado de su padre y que lo hacía sentir muy orgulloso.

—Buenas noches —saludó, observando cómo April, tenía a Santiago envuelto con una toalla celeste—. Alguien vino a visitarlos —comentó sin poder contener una sonrisa, ni mucho menos detener sus pasos que lo llevaban hasta el niño, que lo miraba atento.

—Buenas noches —correspondió April, sonriendo, sin dejar de frotar la espalda del niño con la toalla, como producto de los nervios que provocaba en ella, que el abogado y amigo de Edmund estuviese en el lugar.

—Buenas noches señorita —saludó Walter, paseando su curiosa mirada de la chica rubia al niño—. Es un placer volver a verla. ¿Cómo ha estado después de aquel accidente producto de la imprudencia de Edmund?

—El placer es mío, he estado bien, al menos la imprudencia de su amigo no dejó secuelas —comentó, sin apartar la mirada de Edmund que se le acercaba con esa personalidad arrolladora que le hacía temblar la piernas.

—¿Cómo has estado? —Edmund casi susurró su pregunta, al tiempo que le dio un beso en los cabellos y otro en la sien. No se atrevió a ser más cariñoso y no besarla en los labios, porque no sabía si ella lo admitiría.

—Bien, preparando a Santi para la operación...

—¿Desde ya? —curioseó sorprendido, al tiempo que le ofrecía los brazos al niño, quien rápidamente atendió y se dejó cargar.

—Sí, su última comida fue a las seis de la tarde y debe dormir temprano —respondió mirándolo a los ojos y dejándose atrapar por ese gris intenso que le hacía olvidar que había alguien más en el lugar.

Walter observaba atentamente a Edmund, pero tratando de disimular su curiosidad.

Edmund desvió la mirada hacia el abogado y caminó con el niño en brazos.

—Es mi hijo —aseguró con los ojos brillantes por la emoción y el orgullo.

Walter miró al niño que se mostraba apenado, nunca había sido partidario de buscar semejanzas físicas en las personas, porque era más de pruebas médicas que no dejaran ningún tipo de opción a dudas, pero no pudo evitar percatarse de que esos ojitos que lo miraban con curiosidad a través de las espesas pestañas, eran muy parecidos a los de Edmund, posiblemente la nariz, también era parecida.

Más allá de que ese niño fuese hijo de Edmund, lo que realmente le agradaba, era ver al hombre frente a él, le enorgullecía apreciar ese brillo en los ojos de Edmund, esa felicidad que no podía ocultar, algo que no había visto nunca antes, parecía ser otro hombre, uno con un horizonte de sueños y metas perfectamente trazado.

Desvió la mirada hacia la chica rubia, que a cientos de kilómetros se podía apreciar que era mucho menor que Edmund, no quería ser prejuicioso y olvidar lo que sabía de su pasado, pero lo que menos quería era que volvieran a herir al que consideraba su hijo, esperaba que ella fuese lo que él verdaderamente merecía y que no lo hirieran.

LEY DE TALIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora