CAPÍTULO 37

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Edmund se mantenía en silencio, jugueteando con el cerdo rosado favorito de su hijo, después de muchísimos años, volvía a verse rodeado de cosas infantiles, pero con la abismal diferencia de que no le pertenecían a él, sino a su hijo, su sangre, la continuación de su historia.

No obstante, se prometía hacer todo lo posible para que Santiago, nunca cometa los mismos errores, no podría soportar que los sueños de lo mejor de su existencia, se vieran hecho trizas; recién podía comprender con exactitud, el sentir de su padre, ese momento en que le dictaron sentencia y se mostró violento, impotente, gritando incansablemente que él pagaría la condena.

No había nada a lo que él le temiera más que volver a prisión, pero sin dudar, por Santiago pagaría cadena perpetua, sacrificaría su vida por la de su hijo, lo haría sin pensarlo.

Volvió a mirar el reloj ovalado que estaba en la pared, encima de la cabecera de la cama, el bendito aparato era su medidor de angustia, que aumentaba con cada segundo que la aguja marcaba.

Ya habían transcurrido más de diez horas desde que se llevaron a su hijo a quirófano, y él no tenía la más remota idea de cuantos cigarros se había fumado y cuanta cafeína mantenía en vilo su organismo.

Miró con disimulo hacia el sofá, donde estaba April conversando con su madre, volvió a repetirse que mandar a buscarla, había sido la mejor idea que se le había ocurrido en mucho tiempo, porque la mujer que parecía una máquina de tejer, conseguía mantener a April calmada.

Imposible no sentirse un tanto incomodo con la presencia de la dama en el lugar, porque no podía actuar de manera natural, no sabía qué tan afectivo debía mostrarse con April, solo se conformaba con regalarle sonrisas conciliadoras cada vez que ella lo miraba, en algunos momentos la notaba tranquila, pero en otros parecía desesperar y se moría por abrazarla.

—Necesito estirar un las piernas. Voy por un té, ¿quieres uno? —preguntó Abigail, dejando a un lado del sofá, las agujas de tejer y la gran bola de lana gris, con la que poco a poco le estaba dando forma a su obra de arte.

—No mamá, estoy bien. —Se frotó las rodillas con las palmas de las manos, para erradicar el sudor que los nervios le provocaban.

—Sí, tráigale uno, por favor —Intervino Edmund, seguro de que un té le haría bien.

April, no iba a ponerse a discutir con Edmund delante de su madre, por lo que no le reprochó que tomara decisiones por ella, solo le dedicó una mirada de desacuerdo.

Él le mantuvo el gesto firmemente, al tiempo que dejaba sobre la cama al cerdo rosado y cruzaba los brazos sobre su amplio y poderoso pecho.

—¿Usted desea algo? —preguntó amablemente, regalándole una sonrisa al apuesto e imponente hombre.

Ya se lo había dicho a April, estaba totalmente loca, si seguía considerando a ese ejemplar masculino de piel caramelo y ojos de tormenta, solo como amigo. Era evidente que entre ellos saltaban chispas de pasión, una química electrizante se sentía en el ambiente.

Por momentos le hacía recordar a ese amor intenso que vivió junto a su esposo, y que solo la muerte había conseguido apagar esa llama, que se mantuvo tan ardiente aun a través de los años, pero estaba segura de que cuando sus almas volvieran a unirse, incendiarían el cielo.

—No, gracias. Creo que mi estómago no soportará nada más.

Abigail sonrió y movió la cabeza de manera afirmativa, consciente de que el hombre había abusado con la cafeína.

—Regreso en unos minutos. —Se levantó y le dio un beso en los hermosos cabellos dorados de su hija—. Sé que estás preocupada por Santiago, pero no debes descuidar tu salud, él te necesita fuerte. —Le recomendó, sin sospechar la dolorosa realidad que April le ocultaba.

LEY DE TALIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora