CAPÍTULO 52

2.5K 251 16
                                        


Para Natalia habían sido los días más duros de toda su existencia, se encontraba como en medio de una espesa bruma. No había dormido más que unos minutos, y cuando despertó, lo hizo pensando en ir al hospital para ver a su madre, pero solo fue cuestión de un segundo para que volviera a estrellarse contra la dolorosa realidad.

Aún en la intemperie, agobiada por el dolor y el ambiente estival, escondiendo tras unos lentes de sol el sufrimiento que anidaba en sus ojos. No podía creer que estuviese dándole el último adiós a su madre, no podía hacerse a la idea de que ella estaba dentro de ese féretro, a punto de ser sepultada. Le dolía, le dolía mucho pensar que su madre tuviera que pasar por la tortura de soportar el peso de toda esa tierra, como si no hubiese sido suficiente con todo lo que la atormentó el cáncer.

A su lado, apretándole la mano estaba Mitchell, quien había llegado y se había portado de manera incondicional. Se había quedado junto a ella en todo momento, le dio palabras de consuelo y abrazos que conseguían reconfortarla un poco. Logró ver en su exesposo a ese amigo que siempre le prestó el hombro para llorar, ese que usó como tabla de salvación cuando más lo necesitó.

Mitchell, a pesar de estar divorciado de Natalia, contaba con la confianza suficiente como para no dejarse intimidar por Sergey Mirgaeva, quien no lo quería en el lugar, y como el ser rastrero que era, aprovechó un momento a solas para exigirle que se fuera, pero no lo hizo, porque sabía que Natalia lo necesitaba en ese momento.

A pesar de que el amor entre ellos se había extinguido, seguía apreciándola y continuaría brindándole su apoyo. Él más que nadie sabía lo importante que era Svetlana para Natalia, estaba seguro de que ahora que ya no la tenía a su lado, había quedado más vulnerable que nunca, y a la merced del tirano que tenía por padre.

Convulsa por el llanto, la contenía entre sus brazos, mientras el sacerdote intentaba, a través de la oración, darle consuelo; no solo a ella, sino a todos los que sufrían por la partida de la mujer.

No le extrañaba lo emotivo que estaba Levka, su excuñado era un cabrón prepotente, que se creía Dios, que aunque se perfilaba como un sucesor del padre, y algunas veces se le fue la mano con Natalia, siempre mostró preocuparse por su madre, de cierta manera lo hacía y le daba todo lo que estuviese a su alcance; incluso, cuando era uno de los mejores pagados de la NFL, se podía decir que no había límites.

Natalia estaba rodeada por los más allegados, sobre todo por la comunidad rusa, en la que prácticamente había sido criada, también habían asistido a ofrecerle sus condolencias compañeros de trabajo.

De su jefe solo había recibido un par de coronas florarles y un permiso por quince días, el cual verdaderamente ella no quería, porque estaba segura de que lo que más necesitaba para distraerse era trabajar.

Quedarse encerrada en su departamento solo provocaría que los recuerdos la invadieran, trayendo consigo todo el dolor.

Frente a ella estaba el cuerpo de su madre, adornado por cientos de flores de todos los colores y todas las especies, mientras el cura daba un sermón que no provocaba ningún consuelo a su alma.

Con la mirada perdida en una abeja que revoloteaba sobre un jazmín, empezó a escuchar cada vez más lejana la voz del hombre, como si ella hubiese encontrado la forma de escapar de ese momento, pero por más que lo intentaba, ese vacío que su madre le había dejado en el pecho no conseguía llenarlo.

Con lentitud levantó la mirada por entre la gente, esperando hallarla debajo de algún árbol, observando su propio funeral, siendo consciente del dolor que dejaba, pero eso definitivamente solo pasaba en las películas; sin embargo, en lugar de su madre, vio acercarse a un hombre moreno de gran estatura, vestido con traje y corbata negra, derrochando elegancia y seguridad, en el gesto más humilde que cualquiera pudiera ofrecer.

LEY DE TALIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora