Edmund se obligaba a no pensar en la dolorosa confesión que April le había hecho, sentía que la cabeza iba a estallarle y en el pecho le anidaba el agobiante vacío de la perdida, no podía dejar de mirarla ni por un segundo y nada aparte de ella lograba captar su atención.
Había querido hablar de lo que le pasaba, quería saber cuál era esa enfermedad que en poco tiempo se la robaría, pero ella no deseaba hacerlo, solo decía que a cada minuto se obligaba a olvidar su realidad, porque no pretendía pasar triste ni agobiada el poco tiempo que le quedaba.
—¿Estás seguro que no deseas cambiarte primero? —preguntó April con una tierna sonrisa, pero escondía tanto sufrimiento del que no quería ser partícipe a Edmund.
Él negó sin dejar de mirarla a los ojos y tragó en seco. Ella le puso la mano sobre el muslo.
—No, no deseo perder el tiempo. —Puso su mano sobre la de April, inevitablemente odiaba que ella pudiera sonreír de esa manera en un momento como ese, cuando él estaba desesperado, solo que aún no creía todo por lo que estaba pasando y estaba casi en un estado catatónico.
—Tu ropa aún está mojada y podrías enfermarte. —Le recordó.
—¿Crees que pescar un resfriado es enfermarme? —susurró su pregunta, sintiéndose indignado.
—Por favor Edmund, no me mires así, no me hagas sentir mal, lo menos que quiero es que sientas lástima por mí.
—No te tengo lástima, solo que me haces sentir impotente —le llevó las manos a las mejillas y la obligó a que lo mirara a los ojos—. Entiende que necesito hacer algo por ti...
—Lo vas a hacer, cuidarás de Santi.
—¡No! No quiero cuidar del niño, quiero salvarte a ti —exigió haciendo más fuerte la presión sobre sus mejillas, sin importar que el taxista lo mirara a través del retrovisor.
—Por favor Edmund, ya no más, ya no más... Podemos olvidarnos por un momento de mí, ahora lo más importante es Santiago.
—¿Crees que restándote importancia me harás sentir mejor? No April, no es así. Tal vez para ti sea fácil porque sabes lo que te pasa, pero para mí no, no puedo con tanta incertidumbre.
—No es fácil Edmund, para mí no es fácil. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se obligó a no derramarlas—. Pero no puedo echarme a llorar lamentándome por lo que me pasa, porque no puedo mostrarme derrotada delante de mi hijo, no lo entiendes, no puedes entenderlo, porque no conoces a Santiago, pero cuando veas lo lindo que es —sonrió aún a través de las lágrimas—. Cuando veas sus ojitos y sus pestañas, cuando veas sus manitos, sabrás que es más importante que cualquier cosa, tengo que ser fuerte por él, tengo que sonreír para él, así por dentro esté cayéndome a pedazos.
Edmund se acercó y le besó la frente, sintiendo como se le erizaba cada poro de la piel, no era excitación, ni frío, era admiración lo que le provocaba tal reacción.
—Tendrás que darme un poco de esa fortaleza —susurró estrellando su cálido aliento contra la frente de April, cerró los ojos por segundos, para después mirar como la lluvia seguía cayendo.
—No necesitas que yo te dé fortaleza, porque tú la posees, solo que en este momento estás perturbado. —le acarició el cuello, calentándose las manos con la piel caliente del hombre que amaba, y se sentía tan diminuta a su lado.
El taxi se detuvo frente a la puerta principal del hospital, Edmund le ofreció la tarjeta de crédito para pagar por el servició y mientras esperaba, su mirada fue captada por un helicóptero que descendía en el helipuerto, que daba la impresión de ser un platillo volador.
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LEY DE TALIÓN
Fiction généraleLEY DE TALIÓN. Edmund Broderick entregó su corazón a la chica menos indicada, por lo que le tocó asumir las consecuencias, y con tan solo diecinueve años fue condenado a estar quince años en prisión, donde tuvo que decir adiós a sus sueños, para vi...