Cuando Edmund dio la reunión por terminada, todos se levantaron y salieron de la sala, excepto Natalia, quien observaba cómo Santiago seguía totalmente concentrado comiendo galletas y tenía las comisuras llenas de chocolate.
Era un niño encantador, en ningún momento interrumpió la reunión con algún berrinche, simplemente los miró atentos a todos mientras devoraba con lentitud las galletas y también le ofrecía a Judith.
—Puede acercarse si lo desea —dijo Edmund, mientras apilaba las carpetas, trabajo que era de su secretaria, pero como la tenía de niñera le tocaba hacerlo a él.
—Es muy lindo. —Natalia sonrió con ternura, agarró sus galletas, las envolvió en una servilleta, caminó hasta donde estaba el niño sobre las piernas de Judith y se acuclilló enfrente—. Te regalo las mías —dijo ofreciéndole las galletas. Santiago la miró desconcertado—. Tómalas, son tuyas —instó una vez más.
—Son para ti. —Lo animó Judith.
Santiago dejó sobre la mesa la mitad de la galleta que se estaba comiendo y agarró las que Natalia le ofrecía.
—Santi, ¿cómo se dice? —Le recordó Edmund.
—Acias —emuló su agradecimiento con su corto vocabulario.
—De nada, que las disfrutes. —Le acarició con la yema de un dedo el suave dorso de la manito, mientras miraba los impactantes ojos grises, heredados del padre. Era como esa marca personal de Worsley, esa perversa sensualidad en la mirada.
Natalia se levantó, sintiendo, sin poder evitarlo, que una sensación de tristeza la embargaba. Estaba decidida a marcharse, cuando la voz de su jefe la detuvo.
—Necesito hablar con usted un minuto —dijo Edmund, quien liberó a su secretaria del niño, al cargarlo con mucho cuidado—. Santiago, vamos a darle estas galletas a Judith, para que las guarde en tu bolso, ya fue suficiente por hoy; si no, el médico se molestará conmigo, por haberte permitido abusar de los dulces —comentó, entregándole las galletas a la secretaria—. Judith, lleva también las carpetas, por favor —solicitó, mirando a la chica.
Ella las agarró y salió de la oficina, consciente de que su jefe quería quedarse a solas con Natalia Mirgaeva.
Edmund sentía que estaba preparado para hablar con Natalia, para sincerarse con ella y decirle que tenía en frente a ese chico que condenó a prisión por el único pecado de amarla.
Iba a reprocharle, posiblemente las cosas se saldrían de control y terminaría gritándole para sacar toda esa furia que llevaba por dentro; le haría caso a Abigail, esperaría a que Natalia le diera su versión, pero más allá de su resolución de sacar a flote un pasado que lo había herido, estaba el miedo de que Natalia volviera a traicionarlo.
Tan solo bastaría que ella hiciera una llamada para que a él volvieran a encerrarlo, y bien sabía que no podía regresar a prisión, porque su hijo lo necesitaba, April lo necesitaba, sobre todo ella, quien pronto debía someterse a una operación.
Por lo que prefirió no abrir las puertas del infierno, ya tendría la oportunidad de enfrentarla, cuando ya no tuviera ningún tipo de cuenta pendiente con la ley.
—¿Cómo sigue su madre? —Fue lo único que atinó a preguntar, para justificar por qué la había retenido en el lugar.
—Cada vez más débil, pero sigue luchando por mantenerse viva —dijo, sintiendo que experimentaba un extraño momento, porque le pareció que su jefe intentaba decirle algo más. Suponía que no se trataba de la bomba que les había lanzado ese día, porque Erich Worsley no era del tipo de hombres que le interesara la opinión de las demás personas. Era algo de lo que no tenía idea, pero que la ponía muy nerviosa.
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LEY DE TALIÓN
General FictionLEY DE TALIÓN. Edmund Broderick entregó su corazón a la chica menos indicada, por lo que le tocó asumir las consecuencias, y con tan solo diecinueve años fue condenado a estar quince años en prisión, donde tuvo que decir adiós a sus sueños, para vi...