CAPÍTULO 43

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Casi una hora después de que Pedro abandonara la habitación del hotel y de que Edmund pidiera otra botella de brandy, aunque no se hubiese terminado la primera, volvían a tocar a la puerta.

Él estaba seguro de que no había solicitado nada más, por lo que no se levantó de la cama para ir a abrir, suponía que sencillamente alguien se había equivocado de habitación y que prontamente se daría cuenta de su error; sin embargo, volvían a tocar la puerta una y otra vez, por lo que decidió levantarse de la cama e ir a abrir, inevitablemente al ponerse de pie, sintió intensamente los efectos del alcohol.

Caminó hasta la puerta, dispuesto a echar al impertinente que no se daba cuenta de que estaba equivocado, pero al abrir se percató, de que aunque el visitante no estaba errado, sí era realmente inoportuno.

—Déjame adivinar —dijo señalando a Walter, parado frente a él, quien no podía ocultar los efectos colaterales de su descontrol con el brandy—. Pedro te fue con el chisme.

El abogado lo miró de arriba abajo, percatándose del desastre que era Edmund, estaba despeinado, con la camisa abierta, había estado llorando y evidentemente estaba borracho.

Negó con la cabeza y entró a la habitación sin ser invitado, recorriendo con la mirada analíticamente el lugar.

—Te estuve llamando, pero ya veo por qué no respondías —dijo recogiendo el teléfono del suelo al que se le había quebrado la pantalla.

Edmund lanzó la puerta y caminó de regreso a la cama, donde se dejó caer sentado.

—¿Qué sucede Edmund? —preguntó, poniendo sobre la mesa el iPhone—. Ahora se te da por beber a cualquier hora y cualquier día... Sabías que tenías una reunión con Powell hoy. —Lo regañó sin dejar de ser precavido.

—Pasa que estoy jodido... Estoy maldito, sí. —Movió la cabeza afirmativamente de forma exagerada—. No hay otra forma de definirlo, estoy maldito. —Apoyó los codos sobre las rodillas, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.

—Algo grave pasa, ¿cierto? —preguntó Walter, con un extraño nudo de angustia formándosele en la garganta—. Fuiste a ver a Powell. —No era una pregunta, lo estaba afirmando, y Edmund aún con el rostro cubierto para que no viera sus lágrimas, movió la cabeza ratificando.

—Todo lo que me hace bien, todo lo que me hace feliz, termino perdiéndolo... April no está bien, no lo está —sollozó, pero hacía un gran esfuerzo por dejar de llorar.

Walter tragó en seco para bajar ese nudo que se intensificó ante la confesión.

—Edmund, tranquilízate, anda... hijo, tranquilízate. —Le acarició la espalda, sin saber qué más decir—. ¿Estás seguro? ¿Qué fue lo que te dijo Powell?

—Tiene cáncer en el corazón, tiene el maldito cáncer... Solo hay dos opciones —dijo restregándose la cara con las palmas de las manos, tratando de hacerle caso a su amigo y calmarse.

—Pero al menos hay opciones.

—Ambas son muy delicadas y riesgosas, Powell dice que pueden hacerle un autotransplante, pero que no aseguran que pueda soportarlo, que es mínima la probabilidad de que sobreviva.

—¿Y la otra? —Quería mostrarle todo su apoyo, deseaba poder hacer más, porque estaba totalmente seguro de que Edmund no merecía tanto sufrimiento, ya había tenido suficiente con pasar encerrado injustamente diez años de su vida y haber perdido a sus padres.

—Un trasplante de corazón, es menos riesgoso, aunque dice que los medicamentos para que se adapte al nuevo órgano, puede volver a estimular la formación del cáncer, pero existe la posibilidad de que un tratamiento lo cure.

LEY DE TALIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora