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Leonardo

Mis dedos pican por tocarla, sentir su suave y cálida piel...

Estás perdiendo la cabeza, Leo.

Puedo notar por el rabillo del ojo que retuerce las manos sobre su regazo. Aprieto el volante en un intento por detener mis pensamientos. Sólo una noche, nada más.

Me sorprendo a mí mismo apagando el motor del coche dentro del aparcamiento de mi edificio.

¿Qué estás haciendo?

Su baja respiración entrecortada disipa las nubes de mi mente. No debí haberla traído a casa, pero no puedo irme. Necesito tener mis manos sobre ella. Ahora.

Analiza el aparcamiento, luego gira hacia mí. El aroma que expide es como una droga para mi sistema, el mismo que inundó todo el coche al momento en que subió. Trago saliva, intentando controlarme.

Bajo del coche y lo rodeo. Para cuando llego a la puerta del copiloto, ella ya está fuera. Frunzo el ceño.

—¿Pasa algo? —pregunta, arreglando el bajo de su vestido. Aprieto los labios y niego con la cabeza. ¿Es que jamás le han abierto la puerta?

—¿Te vas a quedar ahí parado? —me pregunta, alzando una ceja. Niego con la cabeza y reorganizo mis ideas.

Una excusa para tocarla era el ofrecerle mi mano al abrir la puerta del copiloto. Mi plan se fue a la mierda.

La guío hasta el elevador privado. Tecleo el código y la puerta se abre con un tintineo.

—Adelante. —extiendo la mano hacia dentro y ella entra. La sigo y presiono el número de mi piso.

Cuando las puertas se cierran y comenzamos a subir, nos sumimos en un silencio profundo. Uno en el que soy capaz de escuchar como traga saliva, el retorcer de sus manos y su respiración entrecortada. Contengo las ganas de tocarla, una vez más. No es el momento, aun no.

Al llegar a mi piso, la invito a pasar extendiendo mi mano a través de las puertas abiertas del elevador. Alza los ojos y me mira con una pequeña sonrisa en sus labios, luego procede a caminar hacia dentro del lugar.

¿Qué mierda fue eso?

Sacudo la cabeza y entro al departamento tras de ella. La encuentro admirando la ciudad a través de los cristales.

—Esta vista es preciosa —comenta—, a veces se está tan ensimismado en uno mismo, que olvida que hay miles de personas que pueden estar pasándolo peor, o quizá mejor. ¿Como saberlo?

Aprieto los labios. ¿A qué viene eso?

Frunce el ceño y gira su rostro hacia mi

—Disculpa, no pretendo aburrirte con...

—No, no lo haces —la interrumpo.

Se encoge de hombros.

—¿Quieres algo de beber? —le pregunto, para aligerar la tensión.

—Agua está bien, gracias —responde con una sonrisa. ¿Es que esta chica sonríe a todas horas?

Aprieto la mandíbula de camino a la cocina. ¿Acaso será igual con todos los demás?, ¿les sonríe a diestra y siniestra?

Alto ahí, idiota. ¿Acaso son celos?

Niego con la cabeza. Es sólo esta noche.

Regreso a la sala de estar y la encuentro sentada, hojeando uno de los libros de la mesa de centro, aquella que me había negado a tener, pero mi decoradora de interiores insisitió en que conservara.

Inevitable SeducciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora