Mateo entró a la sala de juntas con las carpetas que su padre le había pedido que llevara a la reunión. Imaginaba que era una reunión importante, porque también le pidió que se quedara en ella.
Había sido una semana en la que casi no se habían hablado. El ambiente estaba muy tenso, sobre todo, porque Sarah había hecho sus maletas y vuelto a Francia con su novio y ahora estaban los dos solos otra vez en esa enorme casa. La solución que Mateo había encontrado era volver a su ático y tomar distancia. Su padre seguía en la misma posición que antes, y él no tenía la más mínima intención de caer bajo esa trampa clasista en la que si tu pareja no era tanto o más rica que tú, o no tenía algo valioso que aportarle a tu riqueza, no valía.
Que él recordara, Diego se había casado con Paloma enamorado, y ella era la simple hija de un comerciante mientras él ya se estaba haciendo un nombre en el medio; entonces, ¿por qué imponerle una carga tan pesada a su hijo cuando él mismo había sido libre de ella? Ni siquiera se había vuelto a casar después de que perdiera a Paloma, es decir, que era un hombre que entendía el amor y el dolor de la separación. ¿Por qué quería hacerlo pasar a él por eso?
Llamó a la puerta de la enorme sala de juntas y entró. Sólo había tres personas; su padre, un hombre mayor y canoso, pero muy conocido por sus pozos petroleros, y una mujer.
Mateo miró de inmediato a su padre, y éste le señaló una silla indicándole que se sentara. La cortesía le indicaba que debía hacerlo, pero no pudo evitar mirar la silla como si en ella hubiese una serpiente enroscada.
Miró al hombre. Edgardo Casablanca. Si alguien necesitaba un nombre pomposo, era él, un nombre que fuera acorde con su personalidad; conocido por casarse al menos cuatro veces con mujeres hermosas, algunas, modelos extranjeras. Y la mujer que le acompañaba era su única y adorada y muy malcriada hija.
Ya sabía por dónde iba todo, pero al parecer, tendría que quedarse aquí y ser cortés y respirar profundo, aunque pareciera que le fuera a dar un ataque allí mismo.
Miró a su padre queriendo gritarle.
—Señor Casablanca —saludó Mateo extendiendo su mano. Ya era casi un anciano, y a él su madre lo había criado muy bien diciéndole que debía ser respetuoso con los mayores.
—Mateo —sonrió Edgardo Casablanca—. Ya conoces a mi hija, ¿verdad? —Uno de los defectos de Edgardo Casablanca, y era uno de miles, es que era en extremo orgulloso de su hija. La chica le había salido tal como él la había pedido, en caso de que hubiese pedido una hija y no un hijo. Era rubia, alta y preciosa. Sus ojos grises eran enormes y luminosos. Además de eso, estaba seguro de que cada una de las prendas que hoy lucía eran de reconocidos diseñadores a nivel mundial.
Conocía a estas mujeres. Su vida era ir de compras y competir con sus amigas por el bolso, el perfume o los diamantes más caros, raros y difíciles de conseguir, por las amistades más encumbradas y los lazos de sangre más puros y beneficiosos.
En definitiva, era del tipo de mujer que más detestaba.
No se imaginaba con ella ni siquiera sentados a la misma mesa en un restaurante. Iba a ser una tortura tenerla frente a él en esta mesa de juntas.
—Claro que sí. Lineth—. Ella le sonrió, y Mateo era consciente de que eso era el equivalente de una gracia de la realeza.
—Recuerdas mi nombre —dijo ella con un tono de voz algo grave. Suspiró. Al menos, no era ese tipo de voz chillona que te vuelve sordo.
—Así es —corroboró él.
—Yo lo veo todo muy claro —sonrió Edgardo—. ¿Cuándo empezamos?
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Mi Placer (No. 3 Saga Tu Silencio)
Romance"Acuéstate conmigo" no es, ni de lejos, la declaración más romántica que Eloísa haya escuchado en su vida. Además, escuchar que está hecha para el placer de un niño rico tampoco es muy cautivador; sin embargo, ella misma tiene que aceptar que parece...