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—¡Señorita Esther! —exclamó Adela, el ama de llaves de la mansión de Diego Aguilar, cuando la vio en la puerta de la entrada con un hombre recostado a ella como si no se pudiera sostener en pie por sí mismo.

—Gracias a Dios llegamos —suspiró Esther, soportando el peso de su jefe a duras penas. El ama de llaves abrió grandes sus ojos al ver que el borracho que ella sostenía era el señor de la casa, y abrió ampliamente la puerta para que ambos pasaran.

Entre las dos, lo llevaron a su habitación, y con el ruido que hicieron, despertaron a otra chica más que al parecer también trabajaba como interna.

—Nosotros nos haremos cargo de aquí en adelante —dijo el ama de llaves mirando fijamente a Esther, pero ella estiraba el cuello por encima de la rechoncha mujer para ver a Diego.

—Yo podría...

—Él estará bien —la interrumpió—. Muchas gracias por traerlo.

—Pero...

—Si se da cuenta de que usted lo vio... así... estará muy mortificado mañana —explicó la mujer, y Esther la miró casi suplicante.

—Ya lo vi toda la noche así, ¿qué importa si...?

—Esther, ¿por qué te fuiste? —llamó Diego con la lengua casi pegada a su paladar—. Estábamos divirtiéndonos, niña mala.

—¿Cómo... cómo es que está tan ebrio? —preguntó el ama de llaves cerrando la puerta de la habitación y ahogando las voces que salían de dentro.

—Empezó en la oficina. Debió beberse él solo media botella de whiskey, y cuando lo traía para acá... me hizo detenerme frente a un bar. No pude convencerlo de que parara de beber, sólo pude... Es tan terco.

—Va de familia —dijo la mujer con una media sonrisa—. No se preocupe. Vaya a su casa a descansar. Debe estar agotada —Esther se dio cuenta de que sí, que lo estaba, y empezó a ser consciente de todas las dolencias y tensiones de su cuerpo. —Mañana él irá a trabajar como un cristiano más. Se lo prometo.

—Se lo agradeceré mucho, Adela —el ama de llaves le sonrió sin agregar nada más. Esther se despidió de ella y giró con el deseo de ver una vez más a su jefe, sintiéndose aún preocupada a pesar de las palabras tranquilizadoras de Adela.

Una vez afuera, se sentó en el asiento de su auto y respiró profundo. Quería poder hacer algo más que estar allí para escuchar lamentos, pero, por el momento, era todo lo que se le permitía.

Y era un avance gigantesco, comparado con cómo habían sido las cosas hasta hoy.


Mateo miró a Eloísa, que dormitaba sobre él en el sofá. El televisor se había apagado por sí mismo y ahora sólo tenían la luz de exterior que llegaba a duras penas hasta donde estaban, y los rayos de la luna llena. Le tomó las caderas a Eloísa para separarse de ella. Ella se quejó como si le hubiesen quitado algo muy precioso de entre las manos, y lo miró casi molesta.

—¿Qué? —sonrió él—. No podemos estar eternamente así.

—¿Por qué no? —inquirió ella—. ¿Quién lo dice? —Mateo se echó a reír.

—Vamos a la cama.

—Qué invitación tan seductora.

—Eres insaciable.

—Tú no tienes problema con eso —él miró al techo como evadiendo su respuesta, y Eloísa lo beso un poco lánguidamente—. Siento que no hacíamos el amor hacía años —susurró sobre sus labios—. Siento como si te hubiese extrañado terriblemente.

Mi Placer (No. 3 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora