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Eloísa introdujo en Google el nombre de Leonardo Cortés, y le aparecieron varios personajes con el mismo nombre, sobre todo, perfiles de Facebook. Pero ninguno era como el hombre de la fotografía que había visto en el sobre de la caja fuerte de Mateo, ninguno tenía un tatuaje tribal en la sien izquierda.

Como investigadora era fatal, pensó. Su mejor recurso era internet.

Entonces recordó que tenía amigos periodistas.

Tomó su teléfono e hizo una llamada. Estaba en su lugar de trabajo, ya sus compañeros sabían la noticia de su estado y le habían regalado flores, algunos, otros, dulces, y otros más, incluso estaban planeando la fiesta de bienvenida al bebé con música y tragos. Ella sólo los había ignorado, agradeciendo de todos modos que compartieran su alegría.

Tomó uno de los chocolates, que ahora se le antojaban más que nunca, y lo desenvolvió mientras marcaba el número de una conocida a la que en el pasado le había hecho un pequeño favor. Eso era lo bueno de conocer gente en muchos ámbitos.

Marcela Díaz era una periodista de un canal local y privado, y al parecer estaba fuera completando un reportaje, pero era la única conocida que tenía acceso a una buena base de datos. Habían estudiado en la misma universidad y en una ocasión ella le había proporcionado un caso que se había convertido en primicia y había ayudado a Marcela a posicionarse en el canal en el que hoy en día trabajaba. Marcela estaba en deuda, y la ayudaría si se lo pedía.

Cortó la llamada cuando le prometió que en cuanto tuviera acceso a los archivos, le entregaría las respuestas acerca del sujeto, si es que tenía algún registro. Sintiéndose un poco mal por estar buscando por su cuenta y a espaldas de su marido, Eloísa le dijo que no había prisa. De todos modos, se dijo, el daño ya estaba hecho.

—Estaré un poco ocupado todo el día —le dijo Mateo a Eloísa la mañana del jueves. Ella levantó la vista de su plato. Desde la discusión con Diego en su casa, las cosas estaban un poco raras entre los dos, y como él permanecía ocupado en su trabajo, yéndose temprano y regresando tarde, no habían tenido mucho tiempo de hablar.

Vivían juntos, pero se sentía como si estuviera muy lejos. Qué extraña, qué horrible sensación.

Lo miró a los ojos deseando pedirle que no fuera a ninguna parte, que se quedara aquí con ella. Lo extrañaba, extrañaba reír con él de nada, reír tontamente hasta perder el aliento, reír porque para eso estaba hecha la vida. Todo de repente se había vuelto demasiado serio; había que cuidar las palabras, ella no había vuelto a mencionar a sus padres. Si su mamá la llamaba para preguntarle cómo estaba, ella tenía que irse de su lado para poder contestarle con tranquilidad, pues sentía que la mera existencia de Beatriz y Julio eran una ofensa para su marido.

Y él jamás había dicho nada, jamás se había expresado mal de ellos, ni nada de nada, pero era el hecho de saber que había una posibilidad, una minúscula posibilidad, sólo porque su propio padre no sabía si, en aquella época en que todo sucedió, una orden suya había cegado la vida de Paloma Aguilar.

Se lo había dicho Beatriz. Una orden abierta, un "encárguense de eso" podía haber detonado el infierno. Y si su padre era de verdad culpable, ella no podría jamás sostenerle la mirada a Mateo.

—Si no te llamo en todo el día, no te preocupes, ¿vale? —le pidió él llevándose a la boca el último bocado de su desayuno—. Sólo estaré encerrado con socios en reuniones largas y aburridas.

—Está bien.

—De todos modos, escríbeme si llegas a necesitarme.

—Yo te necesito todo el día —dijo ella de repente, y las palabras parecieron sorprenderla más a ella que a él, pues puso sus ojos como platos mirándolo. Mateo se echó a reír.

Mi Placer (No. 3 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora