Capítulo 23
Desde que tengo memoria, mis padres me explicaron las consecuencias del alcohol, una y otra vez, día tras día, un pequeño discurso que conocía a la perfección y que me mantuvo alejada de él toda mi vida. Me hablaron también de las malas amistades, esas que te llevan a la bebida, a la droga e incluso hasta la cárcel. Pero en mis pensamientos yo siempre creí que cada quién toma sus decisiones, que nadie es obligado a nada, que todos tienen la libertad para escoger lo que quieren o no hacer, independientemente de si sus amistades sean las correctas o no. Que no hay influencias, ni personas que te obliguen a nada; Yo mantuve aquel pensamiento hasta que conocí a Nicholas Reinaldi.
No voy a decir que él es el culpable de todo, porque yo también he tenido la culpa, no sé muy bien en qué pero sé que en algún momento fallé e intento pensar cual fue ese instante. Lo que llega a mi mente es que no puedo culparlo por algo que pude haber detenido en el mismo momento en que mis padres y Alejandro se plantaron en la puerta del apartamento, ya que pude irme y abandonar mis sueños, pude alquilar otro apartamento, sin embargo no lo hice. ¿Por qué? Esa extraña y adictiva relación de amistad y enemistad, ese extraño sentimiento que parece atarnos de alguna manera. No puedo culparlo por esa extraña sensación que nos rodea o ¿sí? –mi mente da vueltas una vez más y vuelvo a empezar.
No voy a mentir, no todo ha sido su culpa. No voy a culparlo por casi incendiar el departamento, fue un simple accidente, al igual que la inundación de la lavandería. Tampoco voy a culparlo por las mujeres que trajo a casa porque hay que aceptar que es muy guapo o de asesinar a un anciano y culpar a la vecina. Ni muchos menos puedo culparlo de intentar robar comida, de robar una moto y de mentirle a los policías, ni siquiera de ser arrestada más de tres vec... ¿Saben qué? Sí voy a culpar a esa maldita sabandija asquerosa, gusano de alcantarilla, porque si ese hijo de Davy Jones no hubiese aparecido con su carita de yo no fui y sus ojitos azules de corderito degollado. Yo no estaría presa por enésima vez en dos semanas.
Allí iba un intento más por filosofar sin insultar a mi compañero de cuarto. Hacía más de una hora que intentaba ver el lado bueno de Nicholas y aun no lo conseguía. Y es que siempre que dábamos un paso retrocedíamos cinco, íbamos tan bien, empatizando, conociéndonos, ayudándonos y ¡zas! Que comete una burrada.
Ahora no podía evitar tacharlo de una mala compañía, de una de esas malas amistades que te llevan a lo peor. Él me influenció, él me manipuló utilizando todo su arsenal. Si ese tonto no tuviese esos ojos oceánicos que te sumergen en otra realidad, ni esa voz tan profunda, ni esa sonrisita compradora, yo nunca hubiese aceptado nada, juro que no hubiese aceptado. Él es el único culpable, el único culpable de no dejarme pensar con claridad cuando está cerca y por eso iba a matarlo. Sí, leyeron bien, voy a matarlo. Hombres como él, que te hacen perder los estribos, hasta olvidarte de tus creencias y que se aprovechan para dormir en la misma cama no merecen vivir.
Las mujeres merecemos una vida tranquila, sin electricidad corriendo por las venas, ni nada fuera de control. Sin levantarse en la cárcel desmemoriada, esposada a la oreja de una cabra en medio de unos locos satánicos ansiosos por sacrificarla. Ese definitivamente no es lo que merece una mujer un sábado por la mañana.
No obstante, es mi caso, gracias a mi carácter débil y hormonal frente a una rata vagabunda de suculento cuerpo. Perdonen, no estoy en mis cabales, el alcohol aun nubla mi mente.
Así fue como desperté hace unas horas, perdida y asustada, sin zapatos, con casi todo mi cuerpo adolorido mientras una cabra se comía mi cabello. Por un momento creí estar dormida y sumida en un extraño sueño pero con el pasar de los minutos descubrí que no era más que la mera realidad lo que estaba viviendo. Grité por mucho tiempo, también lloré y vomité. Maldije al pelinegro, maldije al alcohol, luego otra vez al pelinegro y una vez más al alcohol, me maldije a mí misma, prometiéndome no volver a ceder a cualquier proposición de Nicholas y por último me resigné, decidida a aceptar las consecuencias de mis actos. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí, pero una rubia gótica bastante simpática –nótese el sarcasmo –se había tomado la tarea de explicarme que al genio y a mí por una extrañísima razón se nos dio por hacer parte de un ritual satánico, el cual yo había terminado arruinándolo defendiendo a la cabra del sacrificio, quién seguía comiéndose mi cabello.
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Atados al Amor
HumorNicholas Reinaldi y Luciana Montgomery llevan una vida de felicidad por separado, por vivir casi en polos opuestos nunca se han conocido, hasta que por cosas del destino, una agencia inmobiliaria les vende el mismo. Apartamento y ellos se ven obliga...