Capítulo XX

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Los días de Minerva al lado de Santiago parecían ser un idilio y un paraíso desde la noche de bodas en la que Santiago se dio cuenta de que quizás en el fondo sí que estaba quedándose enamorado hasta las entrañas de la que ya era su esposa. 
Minerva con sus sonrisas le hacía pensar que él no era merecedor de ella. 
¿Cómo alguien tan buena, como lo era ella, podía estar al lado de un monstruo como creía él ser? 

Y es que Santiago, como cualquier mortal, tenía en algún recodo de sí, una conciencia que le decía que muchas veces no había actuado correctamente. Aquellos momentos, en decenas de ocasiones, se arrinconaban en su mente, y él intentaba barrerlos de sus pensamientos sin éxito alguno, pues el recuerdo de las mujeres que no había merecido se aparecía ante él como espectros de su pasado que ya no podía remediar. Lo que sí que podía hacer, era preocuparse de que su presente no se asemejara a su pasado. 
Y pensaba, o más bien, él creía, que con Minerva, aquellos errores podrían no ser ni siquiera cometidos. 

Sin apenas palabras, le prometía muchas cosas que sabía que ni en sus sueños le podría ofrecer. Le tranquilizaba prometiéndole estabilidad, tranquilidad, y un amor infinito. En lo que respecta al último punto de sus promesas, amor sí que le ofrecía con entrega y devoción, pero algo igual de importante que el amor, lo era la fidelidad. Y para él, hablar en términos de serle fiel a otra persona, parecían más bien un chiste que una verdad. 

Pero Minerva no conocía su pasado, sólo su presente. Y vivía de espaldas a la realidad, creyendo que su Santiago, era un hombre maravilloso. Tan lejos llegaban sus fantasías, que daba rienda suelta a su imaginación, y se imaginaba con tres hijos, hasta había pensado sus nombres. Si eran niños, podría llamarles Calisto, Hipólito o Lope, y si eran niñas, Anastasia, Loreta o Genoveva. 
Su mayor deseo era poder ser feliz junto a su marido y sus hijos. No había imaginado exactamente así su vida, pero ahora que se habían presentado aquellas circunstancias, no las encontraba en absoluto desagradables. 

Ella muy en el fondo era un espíritu libre, que no se conformaba con solo haber visitado Francia. Quería conocer mundo, así como culturas y personas. Quería ver una parte de las maravillas que el mundo le podía ofrecer a sabiendas que era imposible conocerlas todas.
Pero nunca le manifestó aquel deseo a Santiago. Se conformaba con haber abandonando Carcasona, para vivir en Lyon y no regresar a su lugar de origen mas que para visitar a Royse cuando eran fechas señaladas como la Navidad. 

Pasó un año después de la boda, y aquella vida, la rutina que repetía una y otra vez sus días, se cernía sobre ella y le llenaba de hastío y de tedio.
Limpiar la casa, ver cómo su marido iba a cazar y a menudo hacía negocios sospechosos de los que Minerva no tenía completa conciencia, y poco más. Aquello era uno de sus días, en los que cuando dejaba la casa como una patena, se sentaba, se tomaba una copa de vino y miraba llegar el atardecer, al mismo tiempo que pensaba que había pasado otro día. 

Pese a estas palabras, no es que ella no fuese feliz, al contrario, aquella vida pacífica le agradaba, pero sentía que le faltaba algo. Una chispa de vida, de alegría, que no aparecía por completo en su vida. Sentía que aquellos días sin sorpresas, sin nada que atrajera su atención eran aburridos para una persona tan joven como lo era ella. 

No le gustaba pasar sus días de brazos cruzados en los que solo esperaba el retorno de Santiago, porque solo así podía hablar con alguien, ya que en Lyon, vivían en una pequeña casa perdida entre la montaña y flanqueada por árboles, en la que la casa más próxima estaba a varias millas de distancia.
Estaba completamente sola. Se sentía aislada de la gente, como si solo existiera para satisfacer los placeres de Santiago y poco más. Pero ella, continuaba tan cegada por el amor que creía sentir, que era incapaz de ver más allá, tal y como Aloys había profetizado hacía algún tiempo. 

Minerva [#GanadoraGOBA17]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora