22. La Indeleble Sed

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Capítulo 22. Las indeleble sed.

Cuando llegaron al cementerio el padre de Emma sintió como los cabellos de su nuca se erizaron por completo.  Era miedo. Miró a su alrededor y descubrió que aquel lugar no había cambiado nada los últimos veinte años, aún podía verse de la edad de su hija de pie junto a sus amigos en esas puertas macabras. Aún podía oír a su corazón desbocado cuando había ido por última vez a ese lugar.

Por inercia buscó el rostro de Marleen, ni siquiera se sorprendió al ver que ella también lo buscaba con los ojos.  

Lo comprendían. Ambos lo hacían ¿cómo pudo haber sido tan estúpido? ¿Cómo pudo creer por un momento que podía escapar de ese lugar? No era posible, todo lo que había dejado atrás, todo lo que había dado y perdido había sido inútil.  En ambos rostros se leía el terror y la tristeza de un pasado en común, de la pérdida en común.  Estaban malditos, todos estaban malditos.

–¡Antuan! ¡Emma! ¡Pablo!– gritó desde el enrejado Isaac, el abuelo de Emma se acercó hasta ese portón tan viejo como el pueblo, lo sacudió haciendo que las enormes cadenas que mantenían sellada la puerta tintinearán con pesadez. – ¡Pablo! ¡Emma! ¡Antuan!

– No pueden estar aquí– dijo el anciano tomando en sus manos el enorme cansando oxidado–, este lugar está cerrado con fuerza, no hay manera de que estén aquí.

No era cierto, Augusto lo sabía bien que no era imposible la entrada a ese lugar.

– Debieron haber trepado el muro– dijo Isaac robándole las palabras a Gus. El detective se acercó hasta el miró más de cerca  donde algunos ladrillos y rocas estaban mal puestos. Con cierta dificultad revisó si eran lo suficientemente estables para poder trepar en ellos.

– Lo creo de Antuan– coincidió Ethan que se dirigía de la misma manera al otro muro. –es muy probable que hayan hecho eso.

– Deberíamos llamar a la agencia municipal, seguro ellos pueden abrirnos, no creo que alguno de nosotros pueda trepar y...

Pero Ethan les robó las palabras porque cuando menos se dieron cuenta ya había cruzado la gran muralla que se erguía ante ellos.  Fue como un borrón amarillo en medio de esa obscuridad, Ethan cayó de cuclillas y los miró con una sonrisa de gato sobre los labios.  – ¿Qué decían?

– Genial– suspiró Gus con tragedia – y dime genio ¿Cómo pretendes que entremos nosotros?

La sonrisa se le borró del rostro, la mirada del rubio reflejaba que no había pensado en eso en absoluto. Augusto se dio vuelta y sacó su celular de su pantalón y se lo extendió a Isaac. El detective se quedó mirando el aparato por largos segundos eternos sin entender que le estaba pidiendo aquel hombre.

– Llama a la estación y diles que te abran– obvio Gus. Isaac parpadeó fuera de sitio ¿Desde cuándo necesitaba que otros le ordenaran cosas?

– Claro– espectó.–, pero yo traigo mi propio celular y radio– le contestó rechazando su móvil y con la dignidad a medias comenzó a llamar a la estación de polis.  Un chirrido sórdido recorrió el sitio y volviendo su vista a la entrada de aquel fantasmagórico lugar observaron como Ethan se quedaba de piedra mirando desde el otro lado como el enorme portón abría sus puertas.   – N... no he sido yo– tartamudeo mirando caer aquella cadenas pesadas al suelo.– ¡En serio, lo juro!

Un escalofrío les recorrió el cuerpo y los ojos de la esposa de su mejor amigo y los de Augusto se encontraron de nuevo.  No era nuevo para ellos, en realidad el recuerdos de décadas enterradas se colocaron sobre sus pupilas, como cuando un niño de ojos verdes como el bosque de nombre André los llevaba a ese mismo sitio y sucedían cosas extrañas.

El Secreto de Antuan ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora