Un hombre alto y delgado baja del otro carro, lleva una arma larga y detrás de él se sitúan cuatro muchachos que deben tener alrededor de nuestra edad, también llevan armas.
El General baja de su auto junto con uno de sus soldados y al resto nos ordena que nos quedemos dentro.
Hay varios minutos de expectativa. No oímos lo que dicen pero los vemos intercambiar palabras. El hombre alto señala hacia el sur varias veces, niega con la cabeza, asiente, vuelve a señalar al sur, nos señala con un cabeceo al resto de los autos y al final extiende una mano hacia el General que entonces vuelve mientras el hombre alto y los muchachos se meten a su auto.
―Hay que seguirlos ―le dice a Walter y al conductor del otro auto―. No bajen la guardia.
Nos adentramos en la ciudad, por los letreros y el sentido de la orientación de Giselle pronto sabemos dónde estamos. La ciudad se llama San Miguel de Tucumán y resulta ser lo suficiente grande para que me sienta desorientada enseguida.
Tomo la mano de Guillermo y noto lo frío que está, lo interrogo con la mirada pero él no se da cuenta porque está atento al auto que vamos siguiendo.
Pasamos varias calles, de altos edificios, arboladas y con otros edificios más que parecen torres de departamentos. Hay negocios cerrados y el característico olor a muerte que ha habido en todas las ciudades por las que hemos pasado, con excepción de Cartagena, pero no vemos cadáveres. Esta tiene un orden especial. Incluso vemos a un grupo de personas que antes de que pasemos están observando un edificio destruido con bastante atención, pero entonces oyen los autos, ven los carros militares y sus ojos nos siguen mientras pasamos por la calle.
―¿Saben que dijo Leonardo? ―suelto media temerosa―. Que los argentinos se habían unido a los rusos.
―¿Cuáles rusos? ―espeta Guillermo soltando mi mano y echándome una mirada enojada que hace tiempo no me lanzaba―. No son rusos los que están en la nave.
―Solo decía ―alzo y bajo un hombro, pero sigo teniendo miedo de lo que sucede en esta ciudad y por la mirada de Lázaro sé que él también.
Hasta que nos detenemos no me doy cuenta que detrás de nosotros vienen otros dos autos. Tres contra tres. Siento más desconfianza.
Los autos se han parado frente a un parque y entonces nadie baja hasta que el General nos dice que lo hagamos.
―Tenés que dejar las armas ―suelta el hombre alto echando un vistazo a los soldados del General.
El General le hace una seña a sus subalternos y todos dejan las armas de mala gana. Seguimos al hombre alto hasta un edificio antiguo que parece barroco pero también art nouveau. No podría calcularle la antigüedad.
Nos conducen hasta un salón de donde cuelgan hermosas lámparas y en el techo se observa una bella pintura. Hay asientos de tela que el hombre alto señala y nos acomodamos en ellos mientras él sale del salón y los muchachos nos vigilan.
Giselle y Lázaro se ponen a hablar de lo bonito que les parece el lugar, que también me parecería bonito si no estuviéramos vigilados por esos muchachos que no tienen cara de ser amigables.
El hombre alto vuelve a entrar, esta vez en compañía de un hombre un poco más joven que él, que debe rondar por los 40 años, narizón, de ojos azules y labios delgados.
―¿Sos el General mexicano? ―le pregunta al papá de Arturo, que con todo el porte militar y de mandato le dice que sí y le da un apretón de manos. El hombre se fija en Radcliffe, en Walter y Scott―. Que viene con yanquis.
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Propagación
Science FictionHace exactamente 20 días que dos meteoritos colisionaron casi a la misma hora pero en dos hemisferios diferentes. El primero de ellos llegó a la Antártida. El segundo cayó en Siberia. ¿Hubo muertos? No ¿Un tsunami terrible nos ahogó a todos? Tampoco...