Sin manos

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No están manchadas
de sangre.
    Mis manos no
están manchadas ni un ápice.
    Las estiró
por encima de la manga de la camisa almidonada y las veo limpias y tersas,
con las líneas del destino claramente definidas pero sin sangre.
    El Sr. Williams
me lo repite y yo asiento y cuando vuelvo a mi cuarto hago figuras de papel
y las dejo encima de  la mesilla para que todos las vean.
    Mi compañero
de cuarto está tumbado bocabajo, con la cara aplastada contra la
almohada y respirando profundamente, como si le estuviera asfixiando el
hombre invisible.
    Dicen que está
más loco que yo, pero no me creo la mitad de lo que dicen mis compañeros,
porque nadie creería lo que dice un loco de otro en un manicomío,
y es normal.
    Salgo al patio
cerrado y un cielo encapotado me da la bienvenida al país de las
maravillas. El elenco de actores ensayando eternamente es excepcional.
    Está Arthur,
que es el que se tapa la cara con las manos para que no le piquen las avispas,
y Gretel, que corretea de un lado a otro como un corredor de marcha dopado.
Yo parezco normal al lado de estos dos, sino fuera por que de vez en cuando,
y de forma disimulada, me miró las manos con detenimiento.
    Se acerca Billy,
que en realidad no se llama así, y me dice algo al oído.
    No entiendo lo
que susurra. Al parecer nadie le entiende.
    Luego se va encogiéndose
de hombros como si le hubiera contestado con una incoherencia como la suya.
    Me acerco a Paul
y le pido un cigarrillo.
- No hay cigarrillos, nunca los
hubo -. Me contesta sin dejar de mirarme como si oliera mal – Ni humo,
nunca lo hubo -.
- Sólo está el fumador,
solo y tranquilo -.
    Me temo que hoy
no puedo hablar con Paul. Me alejo y me siento en una silla cerca de la
valla que da al bosque.

Intento concentrarme, pasar por encima
de los sedantes y saltar la valla y volver a casa a seguir con mi vida.
Es un ejercicio que realizo a diario, para relajarme, para hacerme ver
que todavía me queda músculo en el cerebro, que no he perdido
totalmente el juicio.
    Vuelvo de regreso
del trabajo. Con mi smoking impecable, mi  flamante coche esperando
entrar en mi enorme garaje, junto a mi lujosa casa, con mi mujer modelo
y mi hijo superdotado. Todo es felicidad, redondo y perfecto.
    Redondo y perfecto.
    Así son
las ruedas. Así giran y avanzan dejando un gran surco en la hierba
de la mente. Las veo atropellar al niño y a la anciana sin darme
tiempo a reaccionar. Ni mi prepotencia ni mi velocidad evitan que la sangre
salpique mi cara. Como hubiera deseado haberlos aplastado simplemente,
sin que saltaran por los aires aquel brazo y aquella cabeza. Es terrible
pensar de este modo, pero cuánto dolor me hubiera evitado, cuánta
locura y remordimiento se habrían quedado en su sitio, agazapados
en el fondo de mi psique.
    El Sr. Williams
se acerca tras saludar a Paul como si alejara humo de su cara.
- Robert, ¿Qué tal
esta mañana?.
    Por un momento
tengo unas terribles ganas de mirarme las manos, pero me resisto y observo
a través de la valla, a la nada.
- Bien, Doctor. Los sedantes me
ayudan, estoy más… tranquilo.
- ¿Y esas manos?.  -Me
las coge y las sopesa con ternura- Limpias como le dije.
- Sí Doctor, intento no mirármelas.
Es una buena señal, supongo.
- Muy buena, Robert. Muy buena.
Me da un golpecito en el hombro
y se marcha.

Sé que es un hipócrita,
incluso un mal Doctor, pero allá cada uno con su cruz.
    Lentamente me
levanto e inicio el regreso a mi cuarto. Está empezando a llover
y Arthur tiene un ataque y se lo tienen que llevar entre dos enfermeros.
Paul habla ahora sobre la lluvia. En cierto modo es un genio, un filósofo,
un erudito. Quien sabe por qué está aquí.
- Lloro para darme a conocer a la
lluvia. Somos elementos de un mismo organismo que no se percata de sus
partes.
    El pasillo se
llena de enfermos con sus gruñidos y quejas y trato de pasar ante
ellos sin que me toquen. No quiero que me contagien su locura.
    Abro la puerta
del cuarto y mi compañero sigue bocabajo, resoplando sobre la almohada
mojada.
    Me pregunto si
superaré esto algún día. Si me dejarán salir
antes de que me vuelva como todos. Si pudiera vivir un sólo día
sin arrepentirme de esas dos muertes, de aquel maldito accidente… si
fuera lo suficientemente fuerte para salir adelante y pensar que fue el
destino…
    El destino. Las
líneas del destino.
    Vuelvo a pensar
en las manos.
    Tengo que distraerlas,
antes de que empiece.
    Me acerco a la
mesilla, vuelo hacia el papel.
    Entonces me detengo
aterrorizado.
    Allí está
mi avioncito de papel, y mi barco y mi pájaro antaño inmaculado.
    Están
manchados de sangre. Grandes pegotes de sangre y carne resbalan por sus
dobleces, haciéndome recordar, volviendo al pasado.
    No puedo evitar
mirarme las manos.
    Están
rojas.
    La sangre chorrea
por mis dedos.
    Empiezo a gritar
y me las muerdo con fuerza.
    Pero sólo
consigo que salga más sangre, mientras la cabeza de la anciana me
observa desde el asiento de atrás.

ENRIQUE AGUDO
29-09-00

Leyendas urbanas 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora