Mi pabellón

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He trabajado en un hospital psiquiátrico penitenciario por diez años ya, y sinceramente puedo decir que no cambiaría mi trabajo por nada en el mundo. Con esfuerzo cualquier rehabilitación es factible, y creo que la justicia verdadera puede ser servida.

Recuerdo vívidamente mi primer día, cuán aterrado estaba por hacer la jornada nocturna. Cuán intranquilo me ponía al caminar ese corredor largo, oscuro y silencioso. Nunca se te olvida la frase que escuchas en tu primer día: «Vista abajo, sigue derecho».

Éste es un hospital bastante viejo y pequeño, diseñado para un tipo especial de pacientes. Sin puertas, sin vidrio.

Sólo barras. De hecho, se cree que el pabellón en sí está encantado. Los pacientes describen a un «demonio» que merodea las celdas por la noche. Pero esto es sólo algo que se les dice a los reclutas nuevos.

Hoy día puedo identificar cuáles reclutas se quedarán y cuáles no. Me intriga ver la manera tan fresca en la que reclutas nuevos manejan ciertas situaciones, y cuán apasionados son para rehabilitar lo innombrable. Necesitarás esa pasión que yo tengo.

No quiero entrar en detalles para respetar la dignidad de algunas personas, pero digamos que he visto a más reclutas irse que quedarse.

En este momento me encuentro en mi jornada nocturna sólo con otro guardia, viendo los expedientes de los pacientes una y otra vez. Ésta es la parte aburrida. Me gusta ordenar los fólderes según la gravedad de los crímenes. Se ha vuelto mi segunda naturaleza ahora; te podría enseñar algunos expedientes que fácilmente te harían estremecerte si fueras un recluta nuevo.

Estos pacientes están en mi pabellón. Son extremadamente frágiles, pero increíblemente peligrosos debido a sus crímenes. Si planeas ayudarlos, siempre debes tener eso en mente.

Tomo mis llaves y me adentro en el infame corredor, cerrando la puerta tras de mí.

Está insoportablemente silencioso, y oscuro. La única luz sale de las pequeñas hendiduras que hay en cada celda. Ésta es la parte que muchos reclutas no pueden tolerar. La atmósfera es intensa. Es esencialmente un túnel de ladrillo desgastado, con una fila de animales enjaulados siseando, murmurando… llorando. Sigo derecho y me siento en el suelo, viendo hacia la última celda oscura.

—¿Qué son esas marcas que has tallado en la pared, Martínez?

—¿Por qué no se acerca a las barras, oficial? Apenas puedo verlo sentado ahí en la oscuridad —susurró esto desde lo que pareció ser el fondo de la celda, pero no puedo estar seguro. Sólo hay unos cuantos pacientes aquí, por lo que generalmente está silencioso y sofocante.

—Estoy bien aquí. ¿Esos son los nombres de tus víctimas, Martínez?

No hay respuesta. Se está escondiendo en algún rincón oscuro, lo único que puedo ver con la luz son los rasguños en los ladrillos de la pared, y en su cama.

—¿Cómo voy a saber qué tal te encuentras si no me hablas?

Abro su expediente y comienzo a leer datos cada tanto.

—Dos niños fueron secuestrados de su hogar por la noche y ahogados. Mira lo que le hiciste a sus rostros, ¿te son familiares ahora?

»Una familia abusiva no es excusa; sé lo que tu padre te hizo.

Puedo escuchar un débil murmullo proviniendo de su celda mientras le recuerdo de su infancia.

—¡Yo no hice nada!

—Pero lo hiciste, es por eso que lloras al dormir. ¿Qué es lo que dicen?

—Estaremos juntos pronto. ¡Los observé por meses!

Sus sollozos se están poniendo peor, y puedo oír que se mueve, casi como si estuviera gateando por el frío suelo de su celda de un extremo a otro. Su voz está comenzando a irritarme.

—Pero no irás al Cielo, Martínez.

—¡Sí lo haré! Ya me siento muerto, me sentí muerto esa misma noche.

—No estás muerto Martínez, no estás muerto en lo absoluto. Ten.

Deslizo un espejo por debajo de su celda y oigo cómo sus sollozos se vuelven murmullos frenéticos. Aruña las paredes llorando en agonía mientras sigue con su palabrería desagradable.

—¡SILENCIO! ¡CÁLLATE!

—Míralo. Mira tu rostro. ¡Arráncala Martínez, arráncate tu lengua y úneteles!

Retrocedo mientras escucho su insoportable llanto. Prestando más atención puedo oírlo murmurar y maldecir con los dientes apretados, mientras leo su expediente cada vez más rápido.

—¡No puedo! ¡No quiero!

—Si quieres Martínez, ya casi lo logras. ¡Te di un espejo! Usa eso.

Silencio.

Tras diez extenuantes minutos, todo había terminado. Levanté el expediente y regresé, golpeando mi porra contra las barras de las celdas mientras me iba.

Oh sí. No cambiaría mi trabajo por nada en el mundo.

Leyendas urbanas 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora