Invasión de terror

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Pablo subió tranquilamente a la camioneta, ignorando que el conductor tenía malas intenciones. Lo conocía del pueblo, aunque nuca había intercambiado con él más que algún saludo.

El ómnibus que iba hasta el pueblo no había pasado. Pablo había esperado al lado del camino desde el atardecer y ya se elevaba la luna por el horizonte cuando la camioneta se detuvo frente a él. El conductor se llamaba Anselmo. Al abrir la puerta sonrió extrañamente, con cierto aire de desprecio; Pablo no lo notó.

—Menos mal que pasó —dijo Pablo—, si no tenía que seguir a pie, y deben de ser como treinta kilómetros desde aquí, ¿no?

—Por ahí sí —dijo Anselmo, con aquella sonrisa fija en el rostro. El camino era de tierra y cruzaba por campos solitarios y bosques profundos. El vehículo, precedido por dos largos haces de luz que se fundían en uno, bajaba y subía por el camino desparejo, doblaba hacia un lado, más adelante hacia el otro, perturbando momentáneamente con su luz amarilla el gris que desparramaba la luna sobre todas las cosas.

Atravesaban las sombras de un bosque que llegaba hasta la orilla del camino y que formaba una especie de túnel al juntar sus ramas allá arriba, cuando Anselmo detuvo la camioneta, y buscando en su cintura encontró la culata de un revólver; acto seguido apuntó a Pablo.

—¿Qué pasó? —preguntó Pablo.

—Lo que pasó es que me enteré de que andas queriendo conquistar a mi esposa —le respondió Anselmo, apuntándole con el revolver a la altura de la cabeza.

—¿Qué? Estás mal informado, o te equivocas de hombre… yo no tengo nada que ver con tu esposa, es más, ni me saluda, nunca hablé con ella. Te lo juro por mi madre.

Anselmo dudó, los celos lo volvían un ser irracional; pero sabía que su fuente no era muy confiable, y Pablo parecía sincero. Dejó de apuntarle y le dijo que se bajara. Apenas pisó el camino la camioneta arrancó, alejándose con su luz y perdiéndose enseguida tras una curva.

Pablo no podía creer lo que acababa de suceder. Pateó una piedra y se desahogó: «¡Maldito loco de mierda!».

Respiró hondo unas veces y pensó en todo el camino que le faltaba. Ahora tenía que seguir a pie, y tal vez con suerte algún vehículo lo arrimaría hasta su hogar. Unos días atrás se le había roto el celular, se acordó al tantear el bolsillo.

La noche se iba poniendo más fría. Se subió el cuello del abrigo, colocó sus manos en los bolsillos de éste y comenzó a andar a paso firme. Mirando de reojo a los inmensos árboles que se alzaban a metros de él, pensó que todo un ejército podría ocultarse allí, detrás de los troncos, y mientras pensaba en eso, creyó vislumbrar algo como una cabeza, un bulto arredondeado asomando tras un tronco. El bulto se separó del árbol y comenzó a moverse de forma irregular.

El sonido que produjo el bulto al desplazarse hizo que Pablo se diera cuenta de que estaba viendo algo que se movía en el suelo del bosque. La poca luz del lugar le había hecho percibir mal la distancia, y creer por un instante que aquello estaba junto al tronco, y no varios metros atrás, en un terreno que se iba elevando. Ante esta revelación, se dio cuenta de que estaba viendo a una liebre. Sonrió y siguió su camino, al igual que la liebre, la cual se alejó caminando entre los árboles, levantando la parte de atrás con cada paso.

Llegó a una parte donde el bosque estaba un poco más alejado del camino y vio la redondez de la luna desplazándose entre nubarrones blancos. De repente un resplandor azul iluminó todo, como lo hace un relámpago, y por un tiempo igual de breve. Pablo dejó de caminar y miró en derredor, y después levantó los ojos hacia el cielo. «Qué diablos fue eso», pensó. Pero tras girar hacia todos lados inútilmente, siguió su camino, volteando cada tanto y echando miradas a su entorno.

Leyendas urbanas 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora