Hace un tiempo nos llegaron los rumores sobre un nefasto caso en Rivadavia. Se comentaba que cerca de la intersección de la calle Irrazabal y la Ruta provincial 50 (antigua ruta nacional 7), había una casa que llevaba años tratando de ser vendida y no se podía concretar por los sucesos que en el pasado habían acontecido.
Fuimos hasta el lugar y nada trascendental había para contar, por lo que el caso no nos pareció interesante. Hablamos con unos vecinos de la zona y tampoco sabían nada, por las dudas les dejamos nuestros números telefónicos por si se enteraban de algo.
Al cabo de dos semanas nos llamó una señora, vamos a decir que su nombre era Olga. Nos llamó Olga y nos dijo que tenía muchas cosas para contarnos y algo espeluznante que mostrarnos, fue así como emprendimos nuevamente el viaje hacia Rivadavia.
La casa de Olga estaba a varios kilómetros de Irrazabal, sobre la Ruta 50, pero nos precisó detalles de su hogar y no nos costó encontrarlo. La señora era viuda y vivía sola, ella nos decía que tenía 89 años, pero nosotros le dábamos unos diez más. Su cara estaba adornada con profundas arrugas, con el paso y el peso de los años en su andar nos invitó a pasar. Todo su semblante era antiguo y denso, tenía ganas de hablar pero en sus ojos brillaban destellos de miedo y espanto.
Entramos a la cocina de la vieja casa y sobre la mesa tenía una especie de baúl cerrado. Se sentó en una sella, lo tomó entre sus manos y comenzó la historia de la casa… otrora el orfanato San Juan, pero antaño… mejor se los dejamos tal cual no los comentó ella. Así comenzó su relato, mientras del baúl sacaba fotos:
Esa casa no se va a vender jamás. Ahí pasaron cosas espantosas, cosas oscuras y de las que nadie quiere hablar. La historia comienza mucho antes de su construcción, cuando esa tierra fue víctima de rituales satánicos. Lo que pasó en el orfanato fue el desenlace trágico, la venganza de aquellos oscuros seres. Pero yo vi todo… yo viví todo.
Años después de la primera guerra mundial decidimos venirnos a vivir de Francia a la Argentina, Europa estaba muy convulsionada y mi padre temía que pasara lo que varios años después pasó, la segunda guerra, la peor de todas. Mi padre era agricultor y mi madre ama de casa, así que vendieron todo lo que tenían y se vinieron a vivir a Mendoza, lo único que no se vendió fue la cámara de fotos de mi madre, ya que era un objeto muy moderno en Montpellier y suponíamos que en Argentina no iba a existir. Desde muy chica heredé la pasión de mi madre, por lo que aprendí a tomar fotos y me hice aficionada. A mis quince años me contrataron del club social del pueblo para que retratara las fotografías de una fiesta donde iban a estar varios políticos importantes, ya ni me acuerdo quienes eran.
La jornada se extendió hasta tarde, por lo que tuve que volver caminando hasta mi casa de noche, por la ruta. A la altura de la que hoy es la calle Irrazabal sentí unos ruidos extraños. Me escondí entre las sombras de los árboles por el miedo a que alguien me vea, más por mi cámara que por mí. Un grupo de personas se adentró por la calle de tierra. No los pude ver bien, pero continué escondida. Al cabo de unos minutos los ruidos no venían hacia mí, sino que los traía el viento. Eran murmullos, como que estaba rezando, eso me tranquilizó un poco. Salí de mi escondite y fui en con cautela hacia el lugar de donde provenían los ruidos, a unos treinta o cuarenta metros de la ruta. A los lejos alcancé a ver unas personas, el negro de la noche y las sombras se fundían con sus vestimentas, entonces escuché un ruido desgarrador, parecido a cuando mi padre mataba un cordero para comer, fue un llanto y luego un grito y un golpe en seco. Ese sonido me heló los huesos, y comencé a correr hacia mi casa. Esa noche no conté nada a mis padres, pero tampoco pude dormir.
A la mañana siguiente volví hacia el lugar, observé que nadie estuviese por los alrededores y me adentré por la calle Irrazabal, en ese momento había una finca abandonada. Los yuyos habían crecido por doquier, había un forraje tupido que separaba la calle de la finca. Encontré un sendero, trazado por algunas huellas que decidí seguir, caminé cruzando la vegetación, descendí por unas piedras y encontré una zona despejada, sin yuyos, sin piedras, rodeada por higueras muertas. No había nada ni nadie, ni siquiera algún objeto que llamara la atención, pero en el centro de ese lugar, una mancha negruzca decoraba el piso. Me arrimé hacia la mancha y le pasé el dedo, era una sustancia viscosa, al frotarla entre mis dedos perdió color y se transformó en rojiza, deduje que era sangre. De pronto mi corazón comenzó a latir, me sentía observada por cientos de ojos, por las higueras, por toda la zona. Observé desesperada hacia todos lados y no había nadie, el ruido del silencio me absorbía, ni siquiera escuchaba el canto de los pájaros, entonces corrí, corrí y corrí… hasta que llegue nuevamente a mi casa. Esta vez si les conté a mis padres, pero ambos minimizaron el asunto, ¿se iban a preocupar acaso por una mancha de sangre en un campo abandonado, donde cientos de pájaros, gatos, liebres y ratones deambulan todo el día? Era demasiado pedir, pero yo sabía que pasaba algo…