La historia del pequeño Brandán

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En esta historia se mezclan varias historias reales que tienen que ver con apariciones de fantasmas de otra época, la Santa Compaña, los OVNIS y un pequeño gran milagro. Para que ninguna de las tres se pierdan en la memoria, su autor las ha unido y lo ha convertido en un relato basado en hechos reales donde sólo cambia los lugares y los nombres. El resto es real.

HISTORIA DEL PEQUEÑO BRANDÁN 
 

Uxía y Lois (vamos a llamarles así porque ellos no me han dado permiso para escribir sus verdaderos nombres) son un matrimonio que vive en A Coruña y que tienen dos hijos preciosos.  El mayor se llama Brandán y el pequeño se llama Xosé.  En realidad es en Brandán en quien me voy a centrar para contarte esta historia.  Es un niño con una mirada preciosa, dulce e ingenua.  Tiene ahora siete años y -puedes creerme- te enamoras de él al primer golpe de vista.

Brandán fue un niño muy deseado por sus padres.  Uxía y Lois tenían muchas ganas de tener hijos.  En realidad, no se habían planteado seriamente casarse “con todas las de la ley” ni por la iglesia ni tan siquiera por lo civil.  No obstante decidieron formar una familia y tener su primer hijo antes de plantearse pasar por el juzgado.  De forma que en el mes de agosto de aquel año se fueron de vacaciones al pueblecito de Ézaro, un sitio muy pequeñito que se encuentra entre los pueblos de Cee y Carnota, trozo de costa que marca el límite entre las Rias Baixas y las Rias Altas.  Te aseguro, Anika, que si te digo que ese lugar es uno de los parajes más bellos que existen en la península Ibérica no exagero.  El mar posee un color azul que no tiene en ninguna otra parte del mundo, sus playas ofrecen unos contrastes magníficos entre las calas recogidas y los arenales abiertos a la furia del Atlántico… los bosques llegan hasta la orilla misma del agua.  Y en el pueblo de Ézaro, dominado por el Monte Pindo (monte que los paisanos del lugar procuran evitar por considerarlo morada de la Santa Compaña) la paz y la tranquilidad son la norma por excelencia.  Ves a las lugareñas pasear por el pueblo, ataviadas enteramente de negro y con los gorros de paja cubriendo sus cabezas para protegerse del sol en los meses de verano, y a poca gente más… algún turista despistado que llega por allí de vez en cuando porque se ha perdido.  Pero Uxía y Lois conocían la zona perfectamente y decidieron pasar allí el verano, en un pequeño camping de las cercanías de Ézaro.  El plan era pasar un verano relajado y tranquilo, sin más trabajo que el de amarse el uno al otro todo el tiempo y que Uxía regresase de las vacaciones embarazada…

Así, todas las mañanas después de desayunar en el camping, los dos se iban de paseo por la costa.  A ambos les gustaba andar y descubrir nuevos caminos.  Y fue durante uno de estos paseos matutinos cuando descubrieron una playa pequeñita con un muelle de madera en el que había multitud de barquitas de pescadores.  La arena estaba completamente cubierta de redes de color verde.  Y un grupo de mujeres se dedicaba a remendarlas, haciendo un pequeño círculo alrededor de otra mujer, aparentemente mucho mayor que ellas y vestida totalmente de negro de arriba abajo.  La llegada de la joven pareja a la playa (en la entrada de la cual había un viejo cartel de madera que ponía “Porto de Quilmás”) causó una curiosa expectación entre las rederas que, a un gesto de la vieja, dejaron apresuradamente sus labores y se marcharon precipitadamente por un sendero que había al otro lado de la playa.  Lois se quedó mirando cómo las siete mujeres que remendaban las redes se marchaban.  Pero la vieja siguió allí, sentada en una piedra, en medio de la playa, mirando fijamente para Lois y para Uxía.  A Lois no le gustó la sensación que le produjo la mirada de la vieja.  Era cómo si aquella mirada, a pesar de la considerable distancia que les separaba, fuera “más allá”, como si le entrase directamente en el alma e hiciera inspección de todo -lo bueno y lo malo- que había en ella.  Por eso, cuando la vieja se levantó y comenzó a caminar hacia ellos, Lois sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.  Al fin, la anciana llegó al lugar donde ellos se habían sentado a tomar el sol y, tomando asiento a su lado, se quedó mirando fíjamente para el anillo de oro que Uxía lucía en uno de sus dedos.  Se trataba de una alianza que Lois, a pesar de no estar casados, le había regalado el año anterior por su cumpleaños.

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