01/10/2013 POR LICENCIADO CORAJE
Esta historia me la relato mi prima cuando éramos más chicos, le pasó unos días después de haber jugado a dicho juego. Era un secreto, que hasta el día de hoy guarda y evita recordarlo. Yo fui unos de los pocos a los que se lo contó.
Todo empezó en el verano del 2003 cuando ella cursaba el penúltimo año de la secundaria en Tupungato en la escuela General Faustino Sarmiento.
El día de clase fue normal, lo habitual: estudio, recreo, hora libre, hora libre, recreo, estudio, salida… en su grupo todos eran los típicos “freaks”, en verdad eran raros, cada uno tenía su estilo y forma de ser, pero todos coincidían en algo: les encantaba lo sobrenatural. Vivian jugando muy rústicamente al juego de la llorona en horas libres o iban al cementerio de noche con grabadoras y demás herramientas para captar algo raro. Nunca en su vida vieron o sintieron algo; excepto aquella vez que la lapicera giró sola mientras jugaban a la llorona, nada importante, es más, lo tomaron con gracia.
Ese día a la salida de la escuela charlaban y recordaban todas las tonteras que habían hecho, hasta que a uno del grupo tuvo la maravillosa idea de jugar al juego de la copa, pero bien, o sea, como se debía, seriamente y con todas los chiches necesarios para que una vez por todas, vean algo.
Planearon hacerlo esa misma noche en la casa de mi prima, estaban en pleno mes de enero, las noches eran ideales para sentarse afuera con una reposera o subir el mate arriba del techo y tomar aire. Así que decidieron hacerlo a escondidas en el techo de la casa, cosa que nadie los interrumpiera.
Mi prima llego a su casa muy exaltada casi alegre porque al fin tenía la oportunidad de ver algo paranormal. Casi como paradoja, los padres son muy católicos y siempre le inculcaron la religión a ella, cosa que nunca le dio importancia, al contrario, parecía hacer todo esto para darle la contra a los padres; quienes habían decidido que se mudarían de la casa porque el alquiler había aumentado mucho y no les alcanzaba para pagarlo.
Llegó la noche, era perfecta para jugar, no corría viento, la luna no iluminaba demasiado y estaba caluroso. Los amigos llegaron, eran cinco, uno de ellos llevaba una mochila con todas las cosas necesarias: dos copas (por si la primera se rompía), papeles, una lapicera, un pedazo de tabla grande que sirviera de base y dos velas blancas por si era necesario. Se subieron al techo con la escusa de que iban a jugar al truco; cada uno cortó un papelito de exactamente 5cm. x 5cm. hasta juntar 39 papelitos (para escribir las 27 letras del abecedario, 10 para los números del uno al nueve incluido el cero y dos papelitos para el “Si” y “No”). Tiraron un mantel y se sentaron en ronda, se tomaron las manos, colocaron la copa en el centro con los respectivos papelitos alrededor, y dejaron en claro las reglas que debían cumplir: No hablar de otra cosa; no reírse; no apoyar los codos sobre la base, aunque se cansaren, y lo más importante: no romper el círculo.
Apoyaron los dedos sobre la copa y pronunciaron las siguientes palabras: “Queremos establecer una comunicación con algún alma benéfica, una fuerza del mas allá, un espíritu o un alma vagante; con deseos de fundar un enlace por medio de la copa con nosotros. Dicho esto, rezaron juntos un Padre Nuestro para también estar de alguna manera “asegurados”.
Esperaron dos minutos para que algún espíritu haga contacto con la copa y luego uno de ellos preguntó: “¿Hay algún ente presente entre nosotros?” la copa seguía intacta, no se movió; esperaron un minuto y otro volvió a hacer la misma pregunta, tampoco hubo resultados. Ya estaban pensando que todo era al pedo y que no iba a pasar absolutamente nada. Hasta que otro, ya con voz más alta dijo: “¿Hay algún espíritu con nosotros, si o no?” en ese mismo instante la copa se movió hacia la derecha, o sea, hacia el papelito del “Si”. Se les nubló la vista, no sabían si era real lo que había pasado. Con el corazón a mil por hora, accedieron a la segunda pregunta: “¿Seguís aquí con nosotros?” la copa lentamente retrocedió y volvió al SI nuevamente. Ya no era miedo sino ansiedad lo que sentían así que siguieron: “¿Cómo te llamas?” pregunto mi prima, la copa muy lentamente deletreó: “Ana G.”. Se miraron entre ellos con ojos enormes y con cierto miedo. Creo que más de uno en ese momento hubiese querido tomarse el palo y hacerse cura o monja.