La zona no ha cambiado en años, el basural junta día a día un poco más de basura y animales carroñeros que se alimentan de ella. Perros que se reproducen como conejos copan las orillas en horas de sol mostrando sus cuerpos delgados, hambrientos y al pasar de algún que otro vecino, cuyas casas están alejadas entre sí, gruñen dejando ver sus dientes gastados de tanto escarbar entre los huesos de animales ya muertos en busca de un pedazo de carne. Los pájaros que no sabría identificarlos por color o por especie sobrevuelan a toda hora el espeso y ancho manto de desperdicio tendido en esa tierra muerta. Las noches allí son intransitables e interminables, la calle, de tierra y piedras, sin iluminación alguna, excepto por aquellas noches que el claro de luna guía al pasante entre sus bordes, es refugio de algunos animales que se alejan del resto en espera de alimento. Los otros, al caer el sol se alzan entre la mugre para caminar hasta el bosque o la arboleda, donde muchas hembras tienen sus crías y las amamantan. La noche frente al bosque la convierte en tétrica por sus sonidos. Las peleas de perros, los hambrientos cachorros que lloran por alimento, los pájaros que no cantan pero que en sus ramas observan cuales sobreviven y cuales no generan un ambiente inhabitable.
Juan murió hace tres días, el jueves en la madrugada, dicen. Mucho no supieron contar de su muerte, tal vez porque no lo conocían, por miedo o quizá porque su cuerpo en descomposición fue encontrado ayer a la tarde por una vecina, casi de su misma edad, al parecerle extraño que no se encontraba bajo el pimiento de su rancho tomando mates junto a su compañero, Negro, un perro de la calle que perdido terminó sin salida en el pequeño rancho a unos trescientos metros de su hogar, el basural.
El apellido de Juan no lo conocía nadie, hasta ayer, cuando el comisario de la seccional del departamento tuvo que acudir a la vivienda por un llamado anónimo. Supo reconocer, entre el lugar atiborrado de trapos, leñas y mugre, el cuerpo del anciano. – ¡Juan Rosales! Expresó al verlo. En su voz se veía la figura de un niño a punto de llorar por haber escuchado una historia de brujas, su mirada instantáneamente fue desviada del cuerpo, sobre todo de las crespas piernas del difunto, que en ellas se veían enrolladas quemaduras. El comisario Ochoa conocía su apellido no por casualidad. Hace dos años, cruzando el cañaveral junto a su rancho, había una casita muy humilde, por desgracia se incendió producto del viento zonda. Murieron dos jóvenes de catorce y dieciséis años que confundidos y aterrados por las llamas no supieron escapar. Sus cuerpos totalmente carbonizados yacían en medio de los escombros y Juan, obligadamente, tuvo que ser testigo del hecho.
María, la anciana que encontró su cuerpo se hallaba junto al comisario. Se crearon largos momentos de silencio y suspenso, sus miradas se desviaban constantemente del cuerpo. Increíblemente alguien no se alejaba de Juan, su perro, que ya desganado por el tiempo y el hambre parecía esperar su hora también, tendido casi a la altura de los brazos de su dueño. La policía acudió, junto al cuerpo forense, eran no más de cinco o seis las personas que allí se encontraban pero ninguna la que tomara la iniciativa de levantar a Juan del húmedo piso de tierra. Finalmente, entre miradas, presuntas llamadas por radio a otros compañeros, susurros que iban y venían por la causa de muerte, se decidió un joven, que parecía enfermero, a cargarlo y llevarlo a la morgue del hospital más cercano.
Nada se sabía de él, hasta ayer. Se conocían rumores, entre vecinos. Se creía que el viejo Juan tendría cerca de 80 años (al igual que María), vivió toda su vida ahí, en ese lugar desagradable, aunque nunca lo fue del todo. María, que fue hija única, solía jugar de niña con Juan y su hermano mayor Oscar. Juan vivía con su madre y su hermano, pues su padre había muerto cuando él era sólo un niño de cuatro años. Su madre, justo atrás de lo que hoy es el rancho tenía una pequeña huerta, allí plantaba y cosechaba los vegetales que alimentaban a la familia, en un costado, justo hacia el norte (donde se creó el basural) criaba gallinas y cerdos, con el mismo fin.