El nombre del protagonista, Gonzalo, no es el nombre real del que vivió esta historia.
Eran las nueve de la noche en la estación de tren de Bella Vista. Las nueve de la noche de un día de otoño del año 2002. Como era frecuente a esa hora, había poca gente en la estación. Gonzalo estaba en el andén aguardando el tren que lo tenía que llevar a Retiro. Tal vez por una cuestión de horarios, de salidas y llegadas, cada tanto llegaban grupos de personas, todas juntas. Como si estuviesen de acuerdo, un grupo de gente llegaba, pasaba por la boletería y luego se dispersaban por el andén en silencio, mudos y solitarios, esperando que llegue el tren.
Mirando la nada, Gonzalo pasó la vista por el andén de enfrente y, viendo a las personas, pasó dos veces sus ojos sobre un hombre de campera blanca que lo miraba. El tren estaba llegando para el andén vecino. A la tercera vez le prestó atención al hombre de campera blanca que tenía los ojos puestos sobre él. Estaba quieto, manos a los costados, mirándolo fijo. Al segundo la figura quedó tapada por los vagones que se fueron sucediendo uno a uno, cada vez más lentos, hasta detenerse. La noche era fría y Gonzalo metió sus manos en los bolsillos.
Mientras la gente se subía al tren, vio al hombre de campera blanca que se sentaba en uno de los asientos, se acercaba a la ventana, y volvía a mirarlo. El tren pegó un sacudón y, muy lentamente comenzó a andar. Las ventanas se iban con la gente, mientras el hombre empezaba a girar su cabeza para seguir mirando a Gonzalo. No le hubiese llamado la atención tanto, si, cuando ya empezando a alejarse, no viese al hombre abrir la ventana y sacar mitad de su cuerpo afuera para continuar clavándole la mirada.
Gonzalo miró a sus costados para ver si el hombre estaba mirando alguna otra cosa que hubiese al lado de él. En el andén de enfrente un grupo de personas había bajado del tren anterior y cruzaba las vías para venir al andén de Gonzalo y salir de la estación en dirección a la Ruta 8. Se agolparon en el centro, por donde está el paso, y empezaron a cruzar. Eran bastantes, pero Gonzalo se quedó helado cuando vio, entre la gente, al hombre de campera blanca cruzando, al tiempo que le clavaba la mirada.
La gente se apretaba para salir por la puerta doble, y se iba formando un lento tapón de gente. Gonzalo, erizado, vio como el hombre se fue acercando a donde estaba él, siempre mirándolo fijo, y, mientras salía con las demás personas, pasó a treinta centímetros de él; Gonzalo de un lado de la reja que separa las boleterías del andén y el hombre del otro. Lo pudo ver con detalle. Era una persona común, pelirrojo, que cuando pasó cerca empezó a hablar pero sin que se escuchara la voz ni ningún sonido, como si el sonido, para él, estuviera en off. Gonzalo, confundido, lo miraba sin reaccionar, mientras que el hombre parecía intentar explicarle algo y, al tiempo que movía sus labios y sus manos, pasó con la gente por la puerta y salió de la estación. Gonzalo no lo podía creer. ¡Lo había visto asomarse por la ventana del tren en movimiento ya alejado de la estación, y enseguida apareció en el andén!
No alcanzaba a asustarse del todo porque el hombre no tenía nada sobrenatural. Pelirrojo, campera blanca, pantalón, zapatillas… lo vio de cerca, pero ¿cómo había hecho lo del tren? No se animaba a darse vuelta y mirar la puerta de la estación. La gente ya no se escuchaba y todo estaba como antes, pero temía darse vuelta y verlo. Esperó. Esperó confundido, pensando en qué momento se distrajo y vio mal… ¿por qué hablaba sin hablar…?
Al fin se decidió y se dio vuelta. Por la puerta de la estación, en la vereda, bajo un farol, el pelirrojo de campera blanca lo estaba mirando. Apenas Gonzalo lo vio, el hombre empezó a caminar hacia él, gesticulando, como reclamándole algo, pero siempre sin sonido. Gonzalo se paró en un acto reflejo y vio que el tren estaba llegando. Sin mostrar señales de desesperación, pero aterrado, se fue acercando al borde del andén, mientras que el pelirrojo ya había vuelto a entrar a la estación, con sus labios sin aire y su cara perturbadora. Gonzalo se volvió al tren y se subió. Mientras se subía vio al pelirrojo subirse por la puerta contigua en el mismo vagón, pero cuando entró, el hombre de campera blanca no estaba. El vagón estaba vacío, salvo por un hombre que leía el diario, y Gonzalo se sentó al lado de él.
- ¿Te afanaron, flaco? -le preguntó el tipo del diario cuando vio la cara blanca de Gonzalo mirando a todas partes. El pelirrojo no estaba. El tren llegó a Retiro, Gonzalo se bajó, y miró para todos lados, pero nada. El pelirrojo de campera blanca había desaparecido.
Era la mañana de un día de lluvia torrencial del año 2004. Gonzalo esperaba en la esquina de Callao y Libertador para poder cruzar y llegar a la parada del 130. Bajo la recova de Libertador miraba la cortina de agua inundar los cordones, veía los papelitos navegar por correntosos de miniatura hasta naufragar en las bocas de lluvia, sintió la insolencia de una brisa fría metérsele por el cuello de la campera, vio a un hombre esperando apoyado en el umbral de una puerta, una moto que pasó cerca del cordón y levantó una ola de agua…
Y de pronto volvió a ver al hombre. Le sonaba de alguna parte. Campera Oxford verde, náuticos… el tipo también lo miraba. No lo podía sacar, hasta que el hombre se enderezó y empezó a hablarle sin voz y a gesticular con las manos. Gonzalo lo veía, pelirrojo… pero no podía terminar de entender que estaba viendo otra vez al hombre de la estación, habían pasado dos años de aquella historia…
El pelirrojo se le acercó hablándole silencios hasta estar casi pegado a su cara y, mirándolo fijo, moviendo los labios, empezó a caminar alrededor de Gonzalo que, paralizado, giraba mirándolo mientras el pelirrojo continuaba con la impronta de su monólogo. Después de hacer un giro sobre él, el pelirrojo se fue hacia Callao y comenzó a cruzar, pero siempre mirándolo fijo, casi caminando hacia atrás. Gonzalo, miró el piso intentando unir ideas, y cuando lo volvió a ver, el pelirrojo le seguía hablando y gesticulando desde la senda peatonal de Callao. El semáforo cambió y Gonzalo salió corriendo como un resorte hasta la parada del 130. El agua le pegaba en la cara, pero Gonzalo ni sentía la lluvia.
Cuando llegó a la parada, lo vio al pelirrojo lejos, en la otra esquina de Callao y Libertador. Lo miraba desde allá. Gonzalo no podía entender qué es lo que quería ese hombre, hasta que, de pronto, el hombre empezó otra vez a caminar hacia él, gesticulando y moviendo sus labios, cruzando Libertador en diagonal y sin mirar hacia los costados. Solo lo miraba fijo a él. Gonzalo estaba paralizado, no se animaba a preguntarle qué quería de él.
Cuando el pelirrojo estuvo a diez metros, Gonzalo salió corriendo, cruzó Libertador, y se fue hacia la 9 de Julio. Después siguió corriendo, sin mirar hacia atrás, hasta que llegó a la Av. Santa Fe y paró. No sabía qué hacer, ese hombre podía aparecer en cualquier lado, en cualquier momento.
No lo volvió a ver. Caminó por calles, esquinas, plazas… No lo vio más.
Hace siete años que no lo ve.