Décimo

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Siento como cosquillas suben y bajan por mi brazo, como si una pluma decidiera posarse sobre mí. Bostezo, abro los ojos de par en par. Junto a mí sentado en mi cama está Rhett. Su rostro es una mezcla entre tristeza y decisión.

—Disculpa que interrumpa lo que parecía un sueño placido. —se aclara la garganta, se digna a mirarme. —Pero la maquillista llega pronto, querrás estar bañada y lista.

Oh cierto.

—La boda—decimos al unísono, con la misma desgana.





Bostezo una vez más. Es la mañana de un hermoso sábado de octubre, pero en lugar de dormir hasta tarde estoy sentada junto a Perrie y Shelsie. Shelsie se ve increíble con el rosa pastel de su vestido de dama, e incluso se ve más emocionada que la novia, que resulta soy yo. Perrie se arregla frente al espejo-puerta del armario, ambas analizan como dormimos juntos en esta habitación, ni una ni la otra sabe que tengo un cuarto para mi sola, que he estado ahí lo suficiente como para enamorarme de esa cama y desearla para el resto de mi vida.

La hermosa mujer que está haciendo milagros en mi rostro de zombie, es nada más y nada menos que la esposa de Gin, Zeinett.

—Querida, te ves espectacular. —con sus manos voltea la silla giratoria y me deja frente al espejo de una peinadora, que hace tres días no estaba ahí.

Wao. Ella sí que sabe hacer arte y milagros.

—Camila, luces preciosa, amiga. —Shelsie casi brinca en mi cama con una sonrisa de oreja a oreja, le sonrío. Ese ser tan alegre, no sospecha nada de lo que está sucediendo.

—Ahora va a lucir matadora, con la ropa interior que he escogido para la ocasión—las palabras de Zeinett hacen que Perrie y yo nos miremos, captando la misma emoción de la otra. ¿De qué está hablando la guapa?

Me levanto, la sigo al closet donde de una percha guinda mi vestido de novia y del otro guinda ropa interior de película no apta para menores de edad.

Suspiro y me dejo llevar.

De igual manera, nadie va a ver esto. Solo ellas.

Me coloco las diminutas piezas, el ligero de encaje sube por mi pierna con ayuda de Shelsie que me guiña un ojo. Dios.

Ignoro todo el barullo que ellas producen, solo Perrie limita sus opiniones... porque está al tanto del asunto.

Descuelgan el vestido, me ayudan a ponerlo en orden en mi cuerpo. Sacan la cajeta de zapatos, altos decorados con pequeñas hojas, entrelazadas en el tacón, todo en un color rosa dorado. Perrie se inclina a ayudarme a ponérmelos.

Me ayuda a caminar hasta donde estábamos antes, doy la vuelta y me miro en el espejo.

Parece que salí de una revista de novias, admiro el escote profundo hasta mi cintura, la acentúa y hace ver diminuta. Parece que solo estuviera cubierta por hilos independientes hasta llenar los flecos del final del vestido.

Perrie sigue con su silencio, se limita a colocar mis pendientes en cada oreja. Me sonríe en el espejo, como si intentara darme valor, como si supiera que por dentro muero y trato de concentrarme en las cosas de mi alrededor, en las cosas que llevo encima. Para no tener un ataque de pánico y dejar todo.

El chirrido de la puerta me hace voltear, Scarlett tiene la versión para niña del mismo vestido rosa que llevan las mujeres presentes. Sus ojos están aguados como si estuviera en un punto de felicidad total. En sus manos lleva mi ramo de flores, varían entre rosa, blanco y rojo vino.

—Ya debemos irnos—su sonrisa se ensancha más si es que eso es posible.

Asiento, suspiro, levanto un poco del vestido para no tropezar mientras bajo las escaleras y avanzo a mi nuevo destino.





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