Adiós.

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Agradecí no tener nada entre las manos, ya que una intensa debilidad se apoderó de mi, haciéndome caer de rodillas al suelo.
Ninguno de los dos se movió, ambos parecían estatuas en perpetua agonía.

-¿Así...de rápido? -Tartamudee.

Tan solo asintieron, en silencio, sin dirigirme la mirada. Me levanté como pude y me encerré en mi cuarto. El miedo había invadido mi cuerpo. La conversación con Mito vino a mi mente, incesante y agobiante. Me dijo que mi vida cambiaría completamente, que todos aquellos que supiesen de la verdad que se ocultaría en mi interior me temerían y odiarían, incluso puede que mis padres y amigos. Pero que no todo estaba perdido. Si encontraba una luz que me alumbrase y reconfortase, el demonio no podría hacerse con mi corazón. Las dos luces de Mito fueron, en primer lugar, su marido, y años más tarde, su único hijo. Yo aún no había encontrado nada.
Apreté los puños, furiosa y apenada, mientras resbalaba desde la pared al suelo. Un nudo se formó en mi garganta y los ojos me picaban. Estaba a punto de ponerme a llorar, pero en vez de eso, me levanté y fui a acurrucarme en mi cama. Ahí me sentía segura, capaz de enfrentarme a la vida que me esperaba.

Una fuerte sacudida me despertó. No sé que hora es, pero parece temprano. La luz ténue se filtra entre las cortinas y a lo lejos puedo distinguir el canto de unos pájaros. La realidad vino a mi de golpe, paralizándome.

-Nos vamos.

Y caminamos durante lo que me parecieron horas. Habíamos salido de la villa y tomado un camino secundario que se internaba por el bosque, a cada paso más espeso. Iba acompañada de varios miembros del Ambu, además de mis padres. Todos en un silencio y una calma artificial. Me sudaban las manos y mi respiración se agitaba cada vez más hasta que por fin nos detuvimos.
A mi derecha se encontraba la boca de una cueva, oscura como la boca del lobo, pequeña y estrecha. Sólo de pensar en entrar ahí hacia que me diesen escalofríos. A pesar de su pequeña entrada, la cueva por dentro era casi hasta acogedora. Una ristra de antorchas iluminaban la estancia, grande pero no demasiado, con una camilla en el centro y varios objetos a su alrededor. Me llevaron de la mano hasta ella y me senté, con la espalda muy recta, tensa.

-Kushina. Túmbate.

Mi nombre me despertó de mi ensimismamiento. Mientras ellos hablaban sobre cómo lo iban a hacer, mi mente había tratado de huir de aquí, sin mucho éxito. Asentí levemente y me tumbe. La camilla era incomoda, los muelles se me clavaban en la espalda, pero no me quejé.

-Relájate, cierra los ojos -me indicó mi madre. - Esto terminará antes de que te des cuenta.

Esbozó una gran sonrisa que hizo que todas los preocupaciones sobre cómo sería mi vida a partir de ahora se esfumasen. Cerré los ojos fuertemente, estaba preparada para todo. Pero no lo estaba. Cuando algo cayó en mi mejilla, algo húmedo, y escuché un sollozo, algo se rompió dentro de mí. No estaba preparada.

-Sello de los ocho trigramas.

Fue lo último que escuché antes de que unas manos heladas se apoyasen en mi barriga, haciendo un giro de 180° con las manos. Una intensa oleada de rabia y odio me recorrió de arriba a abajo, y más tarde, no sentí nada.

KushinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora