Oscuridad.

823 40 6
                                    


Me duele mucho la cabeza, tanto, que apenas soy capaz de distinguir donde estoy. Todo está muy oscuro. A intervalos regulares corre una brisa cálida, pero con un hedor que no consigo identificar. Con gran dificultad consigo ponerme en pie, pero aún no sé dónde puedo estar.

Lo último que recuerdo es... ¿qué era?

¡Ya recuerdo! Estaba en una cueva, sí. Es muy posible que aún siga aquí, las luces se habrán apagado y la brisa viene de fuera. Sí. Eso es lo que pasó.

Me permito exhalar un breve suspiro de alivio, pero la cabeza me molesta horrores. Me levanto despacio del duro suelo, que está húmedo, como si hubiese llovido. Tras unos minutos en los que consigo hacerme a esta oscuridad que se cierne sobre mí, me decido a moverme. Lo mejor será salir a tomar un poco de aire fresco, así que me dirijo a la salida, de donde viene ese molesto aire.

Realmente, andar me cuesta. Es como si llevase años sin mover un solo músculo de mi cuerpo. A paso lento y con las manos extendidas hacia fuera, voy asegurando mi salida. Con cada paso, me acerco más y más a ese hedor, ya casi insoportable, hasta que mis manos se topan con un espeso... ¿pelaje? El viento ululante que antes no dejaba de sonar y correr por la cueva, se detiene.

En mitad de la oscuridad un ojo rojo se abre, lento, y me mira con una mezcla de indiferencia y rencor. Las fuerzas han abandonado mis piernas, no consigo moverme, han ido todas a mi voz, provocando un chillido ensordecedor. La extraña cosa se mueve, tirándome al suelo, y poniéndose de frente a mí, mirándome con sus dos enormes ojos rojos. Poco a poco, la sala empieza a adquirir luminosidad. Es como si el monstruo pudiese controlar a voluntad las cosas que pasan en esta sala.

Me doy cuenta de que estamos en un sitio completamente diferente al que pensaba. Parece muy extenso, no consigo vislumbrar el fondo en ninguna dirección. A pesar de eso, hay una valla separando ambas mitades, inmensa hasta un techo que tampoco consigo ver. Más o menos a la altura de los ojos de la bestia, hay un sello de mi clan.

Una risa siniestra y fría resuena tanto en mi cabeza, como en la sala. Es un zorro. Es el zorro de nueve colas, el Kyubi. Su pelaje parece punzante y encrespado, como si se hubiese metido entre maleza, además está muy delgado, y sus grandes orejas y ojos parecen estar fuera de lugar en ese escuálido cuerpo. A pesar de todo eso, infunde temor.

¿Tú se supone que vas a ser mi jinchuriki?

Me escupió esa frase con desprecio y desdén. Sus ojos se tornaron más agresivos, parecía que en cualquier momento fuese a saltar encima de mí para devorarme. Con pasitos pequeños, intenté alejarme un poco de él, mientras asentía para responder a su pregunta.

Una cría siendo mi jinchuriki... ¿Sabes qué?

Hizo una pausa que se me antojó eterna. De mi boca no salía nada, era incapaz de pronunciar palabra, de hecho, no estaba segura siquiera de si podría gritar, o de si estaba respirando. Me volvió a repetir la pregunta en un tono más apremiante, mientras los bigotes de su hocico se crispaban y sus dientes, afilados como cuchillas, se veían enteros.

Te destrozaré. Tú no podrás conmigo –me susurraba mientras se iba acercando lentamente- Me haré contigo, te controlaré y te mataré.

Mientras decía esto último, ya casi gritando, se tiró sobre mí. Todo el aire que había estado acumulando en mis pulmones sin darme cuenta salió en grito, y con este, unas gruesas cadenas de chakra, que rodearon a la bestia, impidiendo, en un último segundo, que sus dientes me rozasen.

Uzumaki. Nos volveremos a ver...siempre estaré observándote, listo para devorarte a la mínima oportunidad.

Otra vez, todo se volvió oscuro.

Abrí los ojos de repente, perlas de sudor adornaban mi frente, mi pelo daba asco, tenía ramitas enredadas y grandes nudos, todo delante de la cara. Me lo intenté apartar con las manos, pero las tenía pringosas de algo. No recordaba haber tocado nada, aunque ahora que lo pienso, también recordaba que estaba en una cueva, y sin embargo, podía ver bajo mis pies la hierba verde. Me aparté el pelo de la cara con esfuerzo. La sustancia de mis manos era sangre, sin embargo, yo no tenía ninguna herida. Caminé hasta donde me parecía oír voces. A cada paso que me acercaba más hasta ellas, los árboles, incluso el suelo, estaban cada vez más manchados de sangre. Mis pies comenzaron a correr, hasta dar en un pequeño claro con un riachuelo.

Siete Anbus se encontraban desperdigados, con grandes heridas distorsionando sus rostros y cuerpos, algunos yacían sin cabeza, otros sin brazos o piernas. Se me encogió el corazón, ¿quién había hecho eso? Una risa sarcástica resonó en mi cabeza.

¿De verdad estás preguntando quién? Has sido tú.

Su risa, malvada y llena de regocijo fue lo último que escuché antes de caer al suelo.

KushinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora