Ahora sí. Es mi fin.

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Las gotas de sudor frío se mezclaban con la sangre que resbalaba a paso lento por mi garganta. Estaba boca abajo, la arenisca ensuciaba mi traje amarillo y la sangre se colaba por mis ropas. Su mano aún sujetaba mi pelo, fuerte y tirante. Pero yo ya no temblaba, yo ya apenas tenía miedo. Ya sabía lo que pasaría a continuación.

Su risa se coló por mis oídos, produciéndome mucho asco. Retiró su arma de mi cuello y la guardó de un solo movimiento. Se levantó y de un tirón de pelo me puso de pie. La cabeza me dolía horrores y otra vez, un par de lágrimas se agolpaban al borde de mis ojos. Me sonrió burlón y toscamente me ató las manos con un par de cuerdas y algo de alambre. El pelo se había quedado enganchado entre medias y ese maldito alambre se me clavaba en las muñecas.

-Espabila, vamos.

Iba delante de él, arrastrando los pies por el duro suelo lleno de polvo. Mi mente iba a mil por hora en esos momentos. Necesitaba hacer algo, necesitaba ayuda, de quien sea, necesitaba a alguien. Y justo en ese momento una idea cruzó mi mente. La familia Izumi vivía, como nosotros, algo alejados de la aldea, pero de vez en cuando pasaban justo por aquí en sus paseos. A pesar de no tener la seguridad de que funcionase, tenía que dejar una señal, un algo. El de ojos azules que caminaba detrás de mí de vez en cuando me daba puntapiés para que no arrastrase la tierra del suelo, asique tenía que ser otra cosa.

Mi pelo. Mi pelo rojo. Lo tenía entre las manos y podría ir dejando un rastro. Decidida, a cada paso que daba, iba arrojando al suelo pequeños mechones. La cabeza me dolía tanto del anterior tirón que me había puesto de pie que esto ya no lo sentía. Nadie se enteró. Ni los que me habían secuestrado, ni los Izumi. Llevábamos ya veinte minutos a paso lento pero constante por el bosque, y en otros veinte saldríamos de la aldea. Delante de mí había cuatro ninjas. Sus trajes eran oscuros y no se habían dado la vuelta, no podía ver de qué otra aldea podían ser, aunque sí sabía para que me querían, ya que el desprecio con el que pronunció que yo era una jinchuriki lo dejaba todo muy claro.

Tras diez minutos de tirones de pelo, patadas, empujones y amenazas, me cansé. ¿De qué servía todo lo que hacía? Aunque alguien encontrase el rastro, nadie vendría a por mí, porque se trataba de mí. Bajé la cabeza y empecé a sollozar. Era la primera vez que lloraba de impotencia ante mi situación. Una tela algo mojada remedió el ruido que hacía, pero mis lágrimas seguían allí. Bajé la mirada por completo, tan solo veía mis pies.

Suponía que daba pena. Tenía el cabello revuelto, la pinza que antes sujetaba mi flequillo, estaba perdida por ahí, quién sabe dónde. Mis mofletes estaba rojos al igual que mis ojos de tanto llorar. El pañuelo en la boca, rastros de saliva, sangre y sudor en mi cuello y labios. Mis manos y muñecas moradas de la hinchazón de la cuerda. Mis rodillas con pequeñas heridas y mis zapatos sucios. Sí, definitivamente daba pena.

Seguí caminando, angustiada hasta que un leve tirón en mi hombro me hizo caer al suelo. Sacudí mi cabeza, intentando ver algo, pero a través del pelo enmarañado no conseguía ver nada con claridad. Un par de destellos a través del rabillo de mis ojos y la sensación de estar sola. Me giré, intentando vislumbrar los zapatos del ninja que se encontraba a mi espalda, pero la nada invadía su lugar.

Sentí como unas manos agarraban mis piernas y segundos más tardes me encontraba con alguien en lo alto de un árbol. No decía palabra, yo estaba realmente asustada. Mis ataduras se fueron aflojando gracias a su ayuda y en menos de cinco minutos, ni la cuerda de mis manos ni el trapo de mi boca estaba en su sitio. Yo solo podía mirar hacia abajo. Estaba muy asustada. La persona se hurgó en los bolsillos de sus pantalones por un rato, hasta que encontró lo que buscaba. Me cogió por el pelo suavemente y me lo apartó de mi cara, colocando una pequeña horquilla a mi lado derecho.

Y así vislumbré el rostro de un sonriente chico rubio. No me había dado tiempo a articular ni una sola palabra cuando me di cuenta de que me encontraba entre sus brazos. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas y no podía pararlas.

-¿C-cómo te diste cuenta? ¿Por qué estás aquí?

Mi voz salía débilmente de mi cuerpo y los sollozos no ayudaban a que fuese entendible. Minato se paró en una rama gruesa para poder hablar conmigo sin prisas.

-¿Por qué no debería estarlo?

Y sonrió como siempre, con esa sonrisa que te derretía el alma, como si no hubiese motivos por los que no venir a salvarme.

-Porque soy un monstruo, Minato, soy un monstruo, ya sabes. No deberías haber venido, ni siquiera sé cómo has llegado hasta aquí, simplemente has aparecido de la nada, pero no deberías haber veni...

-Tu pelo. –me sentó en la rama para tener alguna mano libre con la que poder tocarlo. –Me gusta pasear por aquí, es cierto que desde que te mudaste vengo más a menudo, y vi algo extraño en el suelo. Al principio no sabía que era, hasta que me di cuenta de que me resultaba muy familiar, y pensé en ti. En que algo malo te estaba pasando.

Estábamos a oscuras, pero pude intuir que se había sonrojado algo, pero ya no tenía su sonrisa, se le veía afectado por lo último que había dicho. Una pequeña llama de furia me invadió. Si tanto parecía preocuparse por mí, ¿por qué nunca me había defendido?

-Eres un mentiroso, si tan preocupado estabas, ¿por qué nunca me has ayudado? Siempre estás viéndolo todo con esos ojos azules tuyos, pero nunca haces nada.

-Bueno –parecía algo triste por mis acusaciones- nunca pensé que necesitases ayuda. Creo que eres más fuerte que yo, por eso nunca pensé que me necesitases. Lo siento. Pero al ver lo de esta noche, realmente me preocupe...por un momento tuve miedo de no volver a verte a ti y a tu precioso pelo. 

KushinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora