Epilogo.

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Evan

Presente

Mis constelaciones brillaban en el cielo, quizá anunciando que me extrañaban tanto como yo a ellas. Extrañaba estar allá arriba, comandando a las estrellas a brillar, a volverse fugaces o a seguir los anhelos de algún soñador en la tierra. Era inútil pensar en esa vida ya que no era más parte de mí ser.

Hace pocos años seguí hasta aquí a mi fiel amiga y Diosa, la Luna. Ella decidió que a partir de este siglo, se mantendría protegiendo su territorio por su cuenta hasta que eligiera a un protector que encajara para hacer su tarea. Como señor de las constelaciones, no tardé en aceptar en venir aquí, a la tierra, para ofrecerme como voluntario para tal cuestión.

En mi tiempo en estas tierras, donde la noche era eterna, convertía mi cuerpo al de una pantera por gran parte del día. Esto se debía a que yo no era un ser con figura propia, pero aquí se necesitaba de ello, así que elegí el de un animal. Solo pocas veces la tierra me permitía formarme como hombre. Sin embargo, el día de hoy era distinto. Se festejaría el equinoccio de primavera, por lo que la tierra me dejaría mantener mi cuerpo de esta manera por al menos el resto de la semana.

—Señor, el baile esta por dar comienzo. —Uno de los siervos de la Diosa, me interrumpe.

Me vuelvo, aburrido hacia él. Puede notar claramente mi irritación, pero ha decidido ignorarla, como todos aquí.

—¿Puede llevarme, fiel mozo? —Una sonrisa sínica se extiende en mi rostro. Asiente y me guía.

Finalmente en este baile se realizaría un ritual para elegir al protector del territorio. A pesar de que me había ofrecido a venir, yo solo quería regresar a casa. Era infeliz aquí. Me mantenía alejado de la corte, corriendo entre las tierras más lejanas para conocerlas... o más bien para buscar aquello que ni en los vientos más altos de mi propio reino podía encontrar. Quizás si volvía a mi hogar, podía seguir buscándolo.

Llegamos a las pirámides del Sol y la Luna, que gracias a los Dioses más antiguos, se encontraban en este lado de las tierras, y no en los del Sol. Honestamente despreciaba a cada humano que vivía allí. Eran egoístas y carecían de empatía, todo lo que llenaba sus corazones eran ambiciones. Así que me mantenía alejado de ellos ya que su fama de odio prevalecía, aun en los de mi clase.

El siervo inclina su cabeza ante mí y me deja en la entrada del recinto. Decenas de columnas talladas en piedra encierran el pequeño salón. Luces lilas y blancas destellan con campanas, atadas en lo más alto del techo. Había una tenue melodía envolviendo el momento y algunos danzaban al ritmo de esta. Los presentes se hallaban en sus ropas más finas, trajes azules y negros, vestidos de diferentes colores brillantes y oscuros, etcétera, etcétera, etcétera. ¿Dónde estaba la comida?

—¡Dominus! —Alguien me saluda. Era un hombre algo regordete. ¿Su nombre era...

—Dominic. —Lo corrijo. Odiaba mi nombre. Mi título era Dominus of Sidus, pero últimamente me agradaba más Dominic, aunque quien sabe. Quizá mañana buscaría un nuevo nombre. Tomo su mano y la sacudo.

—Ambos parecen idénticos para mí. —Ríe sin gracia alguna. ¿Por qué quiero golpearlo en la cara?—. ¿Se encuentra emocionado, señor, por la búsqueda del protector del reino?

—No realmente —digo en tono aburrido.

Creo que había conversado con él un par de veces, pero todos aquí eran aburridos. Siempre hablando de las maravillas de la tierra de la Luna y bla, bla, bla.

Prisioneros del truenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora