Capítulo 2: Fragmentos del pasado

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Capítulo 2: Fragmentos del pasado

La celda era más espaciosa de lo que parecía a simple vista, pero Emma se encontraba en una esquina con los brazos alrededor de las piernas y la mirada perdida en algún punto detrás de los barrotes. La sensación de encarcelamiento le provocaba una punzada de ansiedad en el pecho de la que no era capaz de liberarse, y el continuo balanceo del barco solo conseguía aumentar su angustia. No era la primera vez que la metían en una prisión y los recuerdos se agolpaban en su memoria. Se tocó el cuello en un movimiento instintivo pero ya no había nada, el colgante había desaparecido. Recordó que se lo había arrancado en un intento desesperado de cortar cualquier vínculo con él. La había intentado coger del brazo, retenerla, convencerla de que permaneciera a su lado; pero ella se había zafado de su mano. “No puedo confiar en ti, no puedo volver a confiar en nadie. Me has hecho daño Neal, me has traicionado y no puedo perdonarte. Déjame marchar.” Después de aquellas palabras, arrancó el colgante de su cuello. Lo último que vio fue un reflejo provocado por un furtivo rayo de sol sobre la superficie redonda y dorada del collar, el cual tenía un cisne tallado y era un símbolo de amor, de su primer amor. Emma pensaba que aquel hombre que había conocido unos meses antes iba a estar con ella para siempre pero se equivocó. ¿Habría recogido el colgante del suelo cuando ella se dio la vuelta y salió corriendo? No lo sabía, pero una parte de ella deseaba que lo hubiera hecho, que la recordara y sintiera su mismo dolor.

Se acurrucó aún más en la esquina de la celda y cerró los ojos con fuerza. Quería olvidarlo todo, empezar de cero pero le resultaba muy difícil. Las imágenes aparecían nítidas y brillantes en su cabeza, como si en vez de recordarlo estuviera viviéndolo de nuevo. Se vio a sí misma corriendo por el bosque, sorteando los árboles y evitando las ramas caídas que entorpecían el camino cada pocos metros. Sabía que aquello era una tontería, él no la seguía, y a pesar de ello sentía la necesidad de correr, de alejarse de la persona que había amado con todas sus fuerzas. Se lo imaginaba de pie, quieto, con la mirada perdida en el lugar por donde se había ido. “Lo siento, Emma.” Esas fueron las últimas palabras que le oyó decir. Ella también lo sentía. Sentía todos los meses que había desperdiciado de su vida, los segundos robados y las horas que ya no podría recuperar. Odiaba reconocer que le había recorrido un escalofrío cuando escuchó su nombre en sus labios. Lo pronunciaba con ternura, con cierta devoción y si no fuera por todo lo que había sufrido por su culpa, habría asegurado que todavía había resquicios de amor en su voz, pero ya no podía creer nada similar. “El primer amor es el que más duele, luego todo es más sencillo.” Alguien le había dicho esa frase en un momento de su vida, pero no recordaba dónde ni cuándo. Esperaba que fuera cierto porque el dolor le estaba atravesando como una cuchilla y era imposible liberarse de la angustia que sentía en esos momentos. No sabía cuánto rato llevaba corriendo pero las piernas comenzaron a dolerle y sabiendo que era inútil continuar a ese ritmo se detuvo junto a un árbol cercano. Apoyó la espalda en el tronco y se dejó caer en la hierba fresca y todavía húmeda por el rocío de la mañana. Rodeó las piernas con los brazos tal y como estaba haciendo en esos momentos en la celda y respiro hondo varias veces. Estaba terriblemente cansada y dolida. ¿Qué iba a hacer a partir de ese momento? ¿Adónde iba a ir? Tenía la sensación de que su vida se hundía irremediablemente y no conseguía encontrar una solución, una salida. Estaba sola.

Unos fuertes pasos seguidos de un murmullo de voces la sacó de sus pensamientos. Parecía que había jaleo en cubierta y, aunque era incapaz de entender lo que decían, sí que podía distinguir las voces. Por un lado, escuchaba la voz cálida y profunda del capitán, que se filtraba entre los tablones de madera y llegaba hasta sus oídos estremeciéndola. En verdad, no había conseguido olvidarla desde la primera vez que la escuchó, a pesar del tono amenazante y rudo con el que le había hablado había logrado conmoverla y eso era algo que le asustaba. No quería ni siquiera pensar que aquel hombre pudiera atraerla de alguna manera, no había ningún motivo para que se sintiera así y sin embargo tampoco podía negar que su voz, inexplicablemente, la reconfortaba. Por otro lado, escuchaba la voz de una mujer aparentemente joven que parecía tener un poco de autoridad en aquel barco a juzgar por el tono que empleaba al hablar con él. Aquello le resultaba confuso. Emma siempre había pensado que los marineros se negaban a llevar mujeres a bordo de sus navíos por todas aquellas estúpidas supersticiones de que las mujeres traen la mala suerte y son un mal augurio. De pronto las voces se desvanecieron y todo quedó sumido en el silencio. Su cuerpo se tensó cuando escuchó unos pasos que bajaban la escalera y se aproximaban a la celda en la que se encontraba.

Esperaba encontrarse de nuevo con su rostro y estaba preparada para las amenazas y las preguntas que le formularía a continuación. Sin embargo, la persona que se quedó a unos centímetros de los barrotes era muy distinta al hombre con el que esperaba enfrentarse. Era una mujer. Supuso que era la misma mujer que había escuchado apenas unos minutos en la cubierta del barco. No se había equivocado respecto a su edad, era joven, superaría escasamente los veinte años, y tenía el cabello largo y rojizo. Se quedó quieta, mirándola con atención y sin pronunciar ni una sola palabra. Emma comenzó a revolverse en su sitio, aquella desconocida le hacía sentir muy incómoda y desprotegida, parecía estar efectuando algún tipo de análisis sobre su persona y odiaba ser el centro de atención.

- ¿Qué quieres? – su voz sonó hueca y vacía.

La joven hizo caso omiso de su pregunta y se limitó a seguir mirándola de aquella forma tan extraña. Llevaba una camisa de mangas anchas y un pantalón negro ajustado. El conjunto lo complementaba un chaleco adornado por un cinturón de cuero marrón y unos guantes del mismo color. Comenzó a caminar hacia la izquierda sin apartar la vista de la prisionera y después retomó sus pasos hacia la posición inicial. A continuación repitió el proceso en la dirección contraria como si quisiera examinarla desde todos los ángulos posibles. Emma se dio cuenta de que caminaba de una forma particular, casi parecía que estuviera deslizándose por el agua, en lugar de estar caminando sobre las tablas de madera. Al cabo de unos segundos que a Emma le resultaron eternos, afirmó con la cabeza, se dio la vuelta y desapareció con la misma indiferencia con la que había aparecido anteriormente. De nuevo se había quedado sola pero ahora estaba mucho más confundida que antes. Intentó poner en orden sus recuerdos y buscar a aquella mujer en ellos, pero no logró encontrar ninguno en el que apareciera. Le incomodaba la idea de saber que esa joven la había reconocido y ella era incapaz de saber dónde o cuándo se habían visto. Sabía que a la larga un rostro del pasado solo podía traerle problemas, especialmente uno que no podía identificar.

Los murmullos volvieron a resonar en la celda pero ahora sonaban mucho más bajos y amortiguados que la vez anterior. A pesar de ello el capitán parecía alterado y su voz sonó alta y clara cuando pronunció las últimas palabras: “¿Estás segura?” Emma sintió un pinchazo en el pecho. ¿Qué sabía aquella desconocida sobre ella? ¿Qué le estaba contando? De nuevo se escucharon pasos que se aproximaban a la celda. Esta vez sí que se trataba del hombre con el que esperaba encontrarse la primera vez. Se acercó aparentemente calmado y fijó sus ojos azules en ella. A la prisionera le dio un vuelco el corazón y después comenzó a latirle muy rápido. Hacía mucho tiempo que su corazón no golpeaba tan fuerte en su pecho por otro sentimiento que no fuera el miedo, y curiosamente en aquel momento Emma sentía algo muy distinto al temor. No quería reconocérselo a sí misma, no quería que las palabras que le asaltaban comenzaran a tomar forma en su mente porque entonces serían demasiado reales para escapar de ellas. Pero por mucho que intentaba huir de lo que sentía, lo cierto era que estaba atrapada por su mirada y sentía un vacío en su interior que solo se calmaría cuando volviera a escuchar su voz.

- ¿Por qué estás en mi navío, Swan?

La dureza de su voz le hizo volver de golpe a la realidad. Ella solo era una prisionera que se encontraba en serios problemas. Aquel hombre no sentía el más mínimo aprecio o compasión por ella, y sin embargo no podía evitar sentir una extraña atracción por él. “¿Qué te ocurre Emma? Te prometiste no volver a sentir nada por nadie. Si te enamoras, volverán a herirte. No seas estúpida, tú no quieres volver a sufrir.” Las acusaciones que se hacía a sí misma no lograban reducir en lo más mínimo lo que sentía en aquellos instantes. El amor es irracional, no tiene sentido. Siempre lo había sabido y ahora parecía que aquella afirmación se volvía más fuerte que nunca. A pesar de todo no olvidaba la promesa que se había hecho a sí misma tiempo atrás, no podía volver a enamorarse porque el amor solo le traería dolor y ella estaba cansada de padecer. Vio que él cogía la llave de la celda que se encontraba colgada en la pared de la izquierda, y tras abrir la puerta la invitó a salir señalando el exterior con la mano.

- Será mejor que hablemos fuera. Hay muchas cosas que quiero preguntarte y creo que tenerte encerrada no es la mejor solución.

Tras vacilar unos segundos, Emma se levantó y siguió a Garfio al exterior del barco, donde el Sol ya no brillaba con tanta fuerza y las primeras luces del ocaso se vislumbraban en el horizonte.

Derribando muros de salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora