Capítulo 31: Reflejo

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Capítulo 31: Reflejo

Su mano había temblado apenas unos instantes y, antes de que pudiera reaccionar, ya estaba rodeada de cientos de pequeños fragmentos de cristal que se derramaban a sus pies como lágrimas cristalinas. Se agachó rápidamente para recoger el desastre que había ocasionado pero la voz del pirata la retuvo antes de que pudiera empezar.

— Quieta — ordenó en voz alta — ¿Pretendes cortarte?

La mujer contuvo la respiración y mantuvo la mirada fija en el suelo mientras escuchaba los pasos del hombre cada vez más próximos. Observó los trozos de vidrio que flotaban trémulos sobre la alfombra de ron que se había formado en torno a ella, y estos le devolvieron el reflejo de su imagen rota y dividida. Pasó la mirada por todos aquellos diminutos espejos pero no fue capaz de reconocer su rostro en ninguno de ellos. Uno le mostraba unas profundas y marcadas ojeras bajo dos ojos opacos y vacíos que le miraban confundidos desde la superficie astillada. A su lado otro cristal revelaba la palidez de su piel, y un tercero se atrevió a reflejar la comisura de sus labios blanquecinos y temblorosos. Continuó buscando su rostro entre todos aquellos fragmentos pero el resultado siempre era el mismo. Miró con desconfianza a esa mujer que pretendía suplantar su identidad y el reflejo la observó a ella de la misma forma.

Killian extendió la mano ante sus ojos y volvió de golpe a la realidad. Se levantó lentamente sin aceptar la ayuda de Garfio, alejándose de la desconocida que la vigilaba desde el otro lado del cristal. Se quedó de pie ante él y evitó cruzarse con su mirada mientras trataba de explicarle lo que había sucedido.

— Se me ha resbalado la botella de la mano y…

El pirata cogió su mano, aún temblorosa, con firmeza y la voz de la joven se detuvo de golpe. Miró sus manos unidas y de nuevo sintió aquella sensación que tanto odiaba en el centro del pecho. Un agudo pinchazo que jamás terminaba de desaparecer y que se volvía más intenso cuando el pirata la trataba con cariño. Sin decir ni una sola palabra, Killian tiró de su brazo con delicadeza hasta tenerla pegada a su pecho. Rodeó su cintura con el garfio y apoyó la mano en su pelo. Ella cerró los ojos y se dejó abrazar durante unos minutos por el hombre que amaba.

— ¿Desde cuándo bebes ron, Ariel? — susurró dulcemente sin dejar de estrecharla entre sus brazos.

La sirena abrió los ojos de golpe y se quedó con la mirada fija en las escaleras que daban a los camarotes. Dos lágrimas que jugueteaban indecisas entre sus pestañas se desplomaron de pronto y cayeron como perlas de una joya rota sobre sus mejillas. Ariel las notó descender lentamente por su piel hasta que alcanzaron sus labios y se posaron en ellos. A veces olvidaba que el pirata la conocía demasiado bien, y por ese motivo daba igual lo que dijera, él descubriría que estaba mintiendo. Se encogió de hombros y se limitó a decir lo primero que pasó por su mente.

— No está tan malo…-murmuró tratando de mantener un tono de voz neutro que no delatara lo que pensaba en realidad.

— Lo odias.

Las palabras de Garfio fueron tajantes y terminaron con la mentira antes de que pudiera terminar la frase. La joven se estremeció y las lágrimas comenzaron a caer sin control sobre sus mejillas. Era cierto. Odiaba el ron, lo detestaba más que nada en el mundo. Jamás había soportado su sabor ni la quemazón que le producía en la garganta cada vez que trataba de tomarlo. Pero el verdadero motivo por el que lo odiaba era algo muy diferente. Había comprobado demasiado de cerca los efectos que aquella bebida tenían en el Capitán.  Le había visto perder la cordura en muchas ocasiones y había sentido la impotencia de ser una mera espectadora ante sus ataques de rabia y depresión. Quería coger todas aquellas botellas que sostenía diariamente en la mano y lanzarlas lejos de él, convirtiéndolas en miles de cristales astillados como había ocurrido con la que acababa de resbalar de su mano. Nunca lo había hecho porque él jamás se lo habría permitido. Aquel era su refugio como solía decir. Sin embargo, fue aquel fatídico día, en aquel preciso instante en el que le vio perder la conciencia delante de sus ojos cuando se prometió a sí misma que jamás probaría una gota de aquella bebida. Por supuesto Garfio ni siquiera escuchó sus constantes súplicas y continuó acudiendo a la bebida siempre que el dolor se volvía insoportable.

Derribando muros de salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora