Capítulo 33: La isla de los deseos

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Capítulo 33: La isla de los deseos

Emma apoyó la espalda en el tronco de un viejo árbol mientras el viento continuaba aullando con fuerza a su alrededor. De pronto la decisión de escapar de su vida anterior no le parecía tan buena como al principio. Se sentía cansada, entumecida por el frío y hambrienta. Sin duda, todo aquello distaba mucho de su idea de libertad. Se dejó caer a los pies del árbol y empezó a quitar lentamente las hojas que se habían adherido a la capa marrón convirtiéndola en un elemento más del paisaje en el que se encontraba. Sostuvo una de ellas entre los dedos mientras la observaba con indiferencia. Era de color ocre, pálida, resquebrajada y demasiado frágil. Bastaba con un ligero movimiento por su parte para terminar con la presión que la aferraba al mundo y dejar que se perdiera ante sus ojos. Después solo sería una hoja más, arrastrada por el viento a cualquier parte, sin rumbo ni destino. ¿Acaso se distinguía tanto de ella? No tenía que indagar demasiado en su interior para descubrir que eran bastante parecidas. Ella también estaba rota y fragmentada. Lo único que conservaba de su pasado era una vieja manta y una muñeca de trapo, símbolos de sus dos vidas. El primero de aquella vida que podría haber tenido y que jamás llegaría a conocer, y el segundo de las mentiras, discusiones y noches de soledad que la habían envuelto durante toda su existencia. Separó los dedos y observó impasible como la hoja escapaba rápidamente de su mano y se elevaba ante sus ojos empujada por el viento. La siguió con la mirada durante unos instantes hasta que se entremezclo con otras de su misma clase y fue incapaz de distinguir cuál había sido la que había sostenido apenas unos segundos atrás. Al igual que ella, la hoja acababa de perder cualquier resquicio de identidad. Solo era una más entre tantas otras.

La joven suspiró hondo y dejó caer la capucha sobre sus hombros, provocando que el cabello rubio escapara de su prisión. Emma lo peinó con los dedos en un intento fallido de mantener en orden algún elemento de su existencia. Sin embargo, una ráfaga de viento no tardó demasiado en terminar con su propósito y envió mechones dorados en todas las direcciones posibles. Uno de ellos captó la atención de la muchacha que sonrió con tristeza, al mismo tiempo que lo atrapaba entre sus dedos. Su pelo era del color del oro, al igual que el de las princesas que aparecían en todos los cuentos que su madre le narraba cuando era pequeña. Sin duda, hubo una época de su vida en la que pudo considerarla como a una madre, pero aquel periodo fue breve y la felicidad se esfumó como el humo en pocos meses. ¿Era aquello con lo que esperaba encontrarse al abandonar aquella casa?  ¿Pensaba que habría un gran palacio esperándola para acogerla en una de sus habitaciones? ¿Cetros de oro, coronas de joyas incrustadas y vestidos de seda? No. Tal vez todo aquello fue algo que deseó en sus sueños de la infancia cuando jugaba con su muñeca, cuando la llamaba igual que ella y la trataba de majestad; pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces y en aquellos momentos sus anhelos no eran tan ambiciosos. El único deseo que albergaba en su corazón era el de encontrar a sus padres. Aquellas personas sin nombre, rostro ni voz que debían haberla cuidado en los momentos en los que se sentía sola y perdida. Las personas que necesitaba a su lado en medio de aquel bosque de incertidumbre y dolor. Se prometió a sí misma que no iba a culparlos de su decisión de abandonarla a pesar de que una parte de ella se moría de ganas de gritarles y acusarles de todo su sufrimiento. Por fortuna, otra parte de ella, más fuerte que la anterior, le avisaba de que esa no era la manera correcta de proceder. Debía buscar respuestas y sobreponer la comprensión a que la rabia. Estaba segura de que sus padres habían tenido un buen motivo para tomar aquella decisión, debían tenerlo.

Vislumbró las primeras luces del ocaso entre la espesura del bosque y supo que era necesario buscar un refugio seguro antes de que la oscuridad de la noche se cerniera sobre ella. Se levantó despacio, tomando el árbol como punto de apoyo y volvió a colocarse la capucha sobre el cabello. Esa era una de más de las cosas en las que no había pensado antes de marcharse hacia unas horas con paso decidido.  Carecía de un lugar en el que pudiera protegerse y en pocas horas, tal vez minutos, diversos tipos de fieras se esconderían entre el ramaje a la espera de sus presas. Emma tembló solo de pensarlo y notó una punzada de pánico en el centro del pecho. No eran los animales lo que lograban atemorizarla, sino algo mucho más peligroso: las criaturas de la noche. Así las llamaba su madre adoptiva cuando quería asustarla por las noches para que se fuera a dormir y dejara de insistirle en que permaneciera junto a ella. Cuentos diabólicos y crueles en los que se describía a aquellos seres como criaturas sin alma, capaces de arrebatarte la vida en milésimas de segundo sin ofrecerte la oportunidad de suplicar por tu vida. Emma recordó que una de esas criaturas siempre aparecía con más frecuencia en sus relatos. Un hombre con la piel escamosa y el rostro corrompido por el poder y la maldad que en otros tiempos debió ser humano. Jamás pronunciaba su nombre pero sus palabras siempre estaban teñidas de advertencia, como si realmente temiera que sus caminos se cruzaran. Emma pasó muchas veces en vela, tiritando bajo las sábanas al pensar que aquel monstruo aparecería en cualquier momento tras su ventana, dispuesto a llevársela, y aquellos miedos la acompañaron durante gran parte de su vida.

Derribando muros de salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora