Capítulo 38: Cuentos de hadas

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Capítulo 38: Cuentos de hadas

Los últimos rayos de Sol incidieron sobre las pupilas del pirata y este volvió a cerrar los ojos con fuerza, escapando de la luminosidad. No recordaba qué había sucedido en las últimas horas ni sabía dónde se encontraba. Trató de incorporarse apoyándose con los codos, pero un centenar de pequeños aguijonazos se clavaron en cada músculo de su cuerpo, y volvió a dejarse caer sobre la hierba con un leve gemido. Dirigió la punta de los dedos a la piel de su cuello donde el dolor era especialmente intenso, e inmediatamente la apartó apretando los dientes y dejando escapar un segundo quejido. Respiró hondo y chasqueó la mandíbula dos veces mientras trataba de vislumbrar algo de lo que acababa de suceder, cualquier cosa que explicara el entumecimiento de sus músculos y los cardenales que, a pesar de no poder verlos, imaginaba que cubrían todo su cuello. Sin embargo, su mente continuó en blanco durante varios minutos hasta que un vago recuerdo logró filtrarse entre las rejas de su incertidumbre y despertar los recuerdos adormecidos en su memoria. Fue un solo nombre, su nombre: Emma.

En realidad, al principio, se trató de breves instantes que cobraban fuerza tras sus párpados cerrados: un perfume que todavía seguía adherido a su ropa de cuero, el tintineo de una risa que ahogaba su soledad, el roce de una mano desde el inicio de su oreja hasta el lugar donde finalizaba su barba, un mechón de cabello dorado iluminado por un rayo furtivo de luna que sorprendía a dos amantes abrazados en la penumbra del camarote. Pequeñas sensaciones que poco a poco comenzaron a tomar forma entorno a una silueta femenina y cuatro letras: Emma. A partir de ese momento todo fue más sencillo. Los recuerdos se agolparon en su memoria uno detrás de otro de manera desordenada, y Killian fue ordenándolos sin ser plenamente consciente de ello; desde el encuentro con la mujer rubia en su navío hasta la isla de los deseos. ¡Eso era! ¡La isla! Recordó la pesadilla de Emma, el mapa y su promesa de ayudarla a hallar respuestas sobre el paradero de sus padres. Lo último que podía recordar era la propia isla, una mirada cargada de odio, dirigida directamente hacia su persona; y la sensación de ahogo. Después de aquello, nada, solo la oscuridad más absoluta. ¿Había  muerto? Y si era así, ¿quién lo había hecho? ¿Por qué seguía vivo? De pronto su mente volvió a funcionar a un ritmo vertiginoso y Garfio se llevó ambos brazos al rostro, ocultándolo entre ellos. La respuesta a sus dos primeras preguntas llegó demasiado deprisa y le golpeó con la misma fuerza de un espadazo clavándose en el centro de su pecho. El cocodrilo. Por supuesto él era el que le había arrebatado la vida de la misma manera en que se la arrebató a Milah y posiblemente lo mismo había hecho con… ¡No! Bloqueó aquel pensamiento rápidamente antes de que pudiera cobrar fuerza en su mente, pero no pudo retener la angustia y el pánico que se apoderaron de su ser.

Volvió a abrir los ojos y parpadeó varias veces hasta que sus pupilas se adaptaron a la luz. Reconoció el claro donde el cocodrilo le había arrebatado la vida horas antes, ¿o tal vez solo habían transcurrido unos pocos minutos? No podía estar seguro, ya que había perdido la noción del tiempo desde que el tic-tac de su propio corazón se había detenido. Lo primero que percibió fue una calma inquietante. Un absoluto silencio que se posaba sobre cada hoja y roca que lo rodeaba. Aquello no podía ser una buena señal, nunca lo era. Sus sospechas se confirmaron segundos después cuando el último rayo del atardecer iluminó un mechón de cabello rojizo que captó la atención del pirata. Cuando Killian descubrió la identidad de su acompañante, la penumbra se adueñó del claro y el silencio fue roto por un grito agónico y desesperado.

— ¡Ariel! — el silenció engulló la voz de Killian como había hecho con todos los demás sonidos de la isla.

A pesar de la escasa luminosidad, Garfio pudo comprobar que la muerte se había llevado todo atisbo de magia en la joven. Tenía la piel pálida surcada de cardenales y rasguños ensangrentados que se entrecruzaban allá donde la ropa estaba hecha jirones. Un profundo corte le partía la comisura derecha del labio y un moratón le deformaba parte de la mejilla izquierda. Garfio apartó con cuidado los mechones manchados de sudor y tierra que caía sobre su rostro y acarició lentamente el pómulo herido.

Derribando muros de salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora