Capítulo 32: El cofre del tesoro

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Capítulo 32: El cofre del tesoro

 Killian perdió rápidamente la noción del tiempo mientras Emma revoloteaba a su alrededor. Los marineros habían aprendido a respetarla y ella caminaba con paso firme por todo el navío como una más de la tripulación, como si realmente siempre hubiera formado parte de aquella extraña y peculiar familia que vivía a bordo del Jolly Roger. Garfio la observaba como tantas otras veces desde su puesto de Capitán y no pudo evitar que una sonrisa le cruzara el rostro sin motivo alguno. Las últimas luces del ocaso se proyectaban juguetonas sobre su cabello convirtiéndolo en una cascada de oro que brillaba con cada uno de sus movimientos, y la mirada de Garfio quedó atrapada en los diamantes que adornaban su pelo. Estaba sentada entre varios piratas que gastaban bromas y bebían ron formando un semicírculo. De pronto echó la cabeza hacía atrás y una carcajada emergió de su pecho ocasionando que el corazón de Killian se estremeciera y su sonrisa se volviera más amplia. Su risa se convirtió en un repiqueteó de campanitas que hizo vibrar las velas del navío y se perdió entre la espuma que coronaba las tímidas olas del océano. Desde hacía varias semanas la tristeza parecía haber abandonado sigilosamente el corazón de la embarcación, liberando a sus tripulantes de la angustia que apresaba sus almas y devolviéndole la esperanza a él mismo, a la persona más herida de aquel montón de hombres que habían tenido que presenciar como la suerte les daba la espalda y el destino, cruel y despiadado, les hundía sin ningún tipo de compasión en la miseria. Los segundos se volvían días mientras él continuaba postrado ante aquel timón tratando de mantenerse impasible al dolor que aguijoneaba su pecho minuto tras minuto. Por fortuna, desde hacía bastante tiempo todo había cambiado. Emma había logrado cambiar la dirección de aquel destino caprichoso que solo azotaba con furia los cimientos de su existencia. Al fin los vientos eran favorables y su vida tomaba un rumbo nuevo donde el único objetivo era ella.

Sin embargo, había algo que continuaba provocándole ligeras punzadas en el costado de vez en cuando. Paseó la mirada rápidamente por el océano y comprobó una vez más que no había ni rastro de la chica de pelo rojizo. Odiaba resignarse a la idea de que no nunca volvería. No hubo despedidas, ambos las odiaban, y ella simplemente había desaparecido tras aquella noche en la que la botella de ron resbaló de sus dedos. Rompió su palabra de avisarle si se marchaba, tal vez como venganza por todas aquellas veces en el que él mismo había roto la suya. Recogió todas sus cosas y se fue del navío sin dejar rastro, tan repentinamente como había llegado, igual que las frescas brisas saladas que acariciaban el navío y desaparecían de golpe dejándolo expuesto al asfixiante calor del verano. Cuando salió a cubierta, la mañana siguiente a su última conversación, alguien había limpiado los fragmentos de cristal y el ron que se extendía sobre las tablas de madera, pero un rayo de luz delató un último pedazo en forma de medialuna que resplandecía tenuemente bajo la mirada del pirata. Garfio se agachó y lo cogió con sumo cuidado. Observó el diminuto trozo de vidrío apoyado sobre la palma de su mano abierta y lo rozó levemente con la punta del garfio. Se trataba de la única huella que confirmaba que la sirena realmente había vivido en aquel barco, aunque tal vez solo había sido una aparición efímera y fantasmal producto de sus tortuosos deseos, creada por su imaginación para aliviar el vacío de la soledad. ¿Había sido real? Algunos recuerdos acudieron con fuerza a su memoria y supo que había sido tan real como ficticia, tan humana como sirena. Un ser esculpido por las olas y arropado por la espuma del mar, que finalmente había regresado a su hogar.

Killian giró sobre sus talones y se encaminó con la medialuna sobre su mano hacia las escaleras que conducían a los camarotes. Una ráfaga de viento sacudió su cabello y provocó que la gabardina de cuero negro ondeara majestuosa alrededor de su cuerpo. El pirata temiendo perder el único recuerdo que le quedaba de Ariel, cerró la mano instintivamente y las esquinas astilladas del cristal le arañaron la piel. Se mordió el labio reprimiendo un gesto de dolor y al abrir la palma de nuevo observó como una única gota de sangre brillaba sobre la superficie de su mano y manchaba el fragmento de vidrio. Se maldijo a sí mismo en voz baja y bajó rápidamente las escaleras para dirigirse acto seguido hacia el camarote que compartía con Emma. La chica rubia abrió los ojos cuando el pirata atravesó la puerta de la estancia, y lo observó desde la cama con el pelo alborotado y la mirada nublada por los espectros del sueño. Garfio no percibió que la mujer ya se había despertado así que, sin decir nada, dejó con cuidado el trozo de botella encima de una mesa, al lado de un viejo y desgastado mapa, y caminó hacia el único armario de la habitación. Aquel en el que guardaba la ropa de Milah, la que le había prestado a Emma después de la tormenta. Abrió la puerta en silencio y sacó un pequeño y ennegrecido baúl de su interior, el cual era tan antiguo y parecía tan frágil que el pirata temió que se desvaneciera en su mano con solo rozarlo.

Derribando muros de salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora