Capítulo 10. «Aliados»

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Sumergirse en el agua es algo que podría definirse como banal. Un simple momento en que, como un montón de veces antes, decidimos sumergirnos, caer y ser empapados de vida.

Pero es mucho más que eso cuando tienes todo un mar debajo de tí. El agua se siente pesada, familiar y, al mismo tiempo, asesina.

El agua no era el elemento de Zedric. Se sentía débil cerca de ella, como si drenara una pequeña parte de su interior pero, al mismo tiempo, no se esforzara mucho en el intento.

Al bajar una extraña sensación lo invadió, algo parecido a incertidumbre. Enseguida distinguió el cabello ondulante de Amaris a unos cuantos metros y, como en un imán, lo siguió.

El mar era cada vez más profundo. Connor avanzaba con rapidez, siendo un pez en su elemento y guiándolos con toda su experiencia. Pronto llegaron a los arrecifes, coloridos, así que él tomó su forma normal y los guió para que subieran por un momento a la superficie.

—¡¿Qué tan cerca estamos?! —gritó Nathan, desesperación brillando en su tono de voz, apresurado y sofocado—. Puedo nadar rápido, pero eso no quiere decir que soporte andar profundo por tanto tiempo.

—Estamos cerca —respondió Connor— Esto es importante, sino fuera así no los habría traído conmigo.

Y se volvió a sumergir. Nadó con suma rapidez, yendo directamente a lo más profundo de aquellas aguas. La arena comenzó a desvanecerse, el fondo siendo no más que puras rocas negras, sumamente oscuras y un buen material del que aferrarse con la corriente que había.

La escalada submarina pareció interminable. Los jóvenes llegaron entonces al final de la pendiente, tan maravillosa en apariencia que, por un momento, Piperina creyó estar viendo una visión maravillosa.

Las rocosidades ya no eran negras por completo, sino que habían tomado un color verde brilloso, claro, refulgente.

Connor se inclinó ante las rocas y posó su mano sobre ellas. Enseguida una luz brillante salió de ellas, que temblaron y de dieron espacio en una pequeña apertura llena de luz dorada aun más brillante que la que ya de por sí emitía y a la que Connor los impulsó a entrar.

Los chicos, escépticos y apunto de perder el aire que estaban conteniendo, negaron con la cabeza e hicieron señas de que irían a tomar aire antes de meterse a esa gruta. Connor negó y, acto seguido, tomó a Nathan de los hombros y lo metió en aquella apertura.

Nathan permaneció adentro de ese espacio por varios segundos que parecieron eternos, como si se hubiera ahogado por la falta de aire. Luego Connor lo sacó de vuelta cual saco de patatas, así que este salió y mostró que estaba completamente sano, insistiendo en que lo siguieran.

Uno a uno los chicos fueron entrando a ese mágico lugar.

Piperina entró última, casi muriendo ya y llena de ansias por abastecer sus pulmones de aire. Grande fue su sorpresa al entrar ya que enseguida el aire puro llenó sus fosas nasales y la luz, llena de brillo, hizo que tuviera que forzar sus ojos por lo incómodos que se sentían.

La cueva era amplia, llena de todo tipo de tesoros valiosos que eran desde arte, piedras preciosas, joyas y antigüedades que seguro habían estado en palacios en tiempos tan antiguos como el mismo Reino Luna.

—Sólo el primogénito de la familia sabe de este lugar gracias a la magia —dijo Connor—. Y ahora yo lo sé porque nadie de mi familia vive, se me han delegado más responsabilidades de las que puedo soportar y, ahora que confío en ustedes, les confío esto.

Connor se adelantó hasta tomar un libro escondido en la parte más oscura del lugar. Estaba forrado de tal forma que su oscuridad demostraba una pulcritud triste, opaca, y que simulaba al color del cielo oscuro y sin estrellas.

Ecos de sol.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora