Connor había visto muchas cosas bellas e impresionantes a lo largo de su vida.
Palacios, cuevas submarinas, ciudades enterradas por el tiempo en el medio del desierto. Los más preciosos grabados, las más preciosas mujeres.
Tenía mucha suerte cuando de eso se trataba, debía de admitirlo, pero, desde que su familia muriera en aquel día tan escabroso para su memoria, nada parecía traer la luz y la belleza de vuelta a él.
Tenía a Amaris y a Piperina, sí, pero no lo hacían sentir bien por completo. No tenían ese poder.
Hasta que llegó aquel día en el que entraron en la cúpula.
La belleza que había dentro del lugar era desquiciante. Flores aun más variadas que las que habían fuera en la cueva, un campo brillante y vivo, ovejas, vacas y gallinas que, más que ganado, parecían decorar por lo bien cuidadas que estaban.
Un elegante comedor, brillantes pinturas que rodeaban la cúpula, vestidos, joyas, una especie de gran habitación-granja que llevaba a un mismo lugar. El centro de todo, el lecho de la princesa.
Lo peculiar era que todo estaba dormido. Las bestias, cualquiera que miraras, al igual que el oso de la entrada.
Connor miró al lecho de nuevo, y sólo entonces que entendió lo que sucedía.
Ahí, con calma, se hallaba la princesa de la que Amaris tanto había hablado. Durmiendo, esbelta, cálida, con vida.
Todo se perdió, nada parecía importante aparte de ella y su belleza. La pureza de su tez, inocencia derramada que no podía dejar de mirar.
—Es bellísima —murmuró Connor, incrédulo ante la belleza de la princesa.
Los demás parecían haber estado mirando el lugar, porque justo cuando Connor dijo aquello fue cuando centraron su mirada en la princesa.
—Es imposible —farfulló Amaris.
—Tienes que despertarla —dijo Zedric en voz baja, como si el más leve murmurar de su voz pudiera perturbar la serenidad del momento.
Aquellas palabras iban dirigidas específicamente a Piperina, que saliendo de su aturdimiento, leyó:
—Aquí yace Suzzet Evéil Brounnet, ¿No se supone que estaba viva?
—Está dormida, un hechizo tan profundo como para inhibir sus pensamientos —contestó Zedric—. Sólo hazlo.
Piperina suspiró. Sus ojos verdes parecieron adquirir más profundidad y enseguida dijo:
—Despierten, todos, salgan de este encarcelamiento que han llamado descanso.
Hasta el mismo Connor sintió que las palabras de Piperina le rasgaron en su interior. Los malos pensamientos llegaron a él, que comenzó a decirse a sí mismo que, siendo un animal, obviamente era tan influenciable como un puerco. ¿Por qué una princesa despertaría entonces?
Pero lo hizo. Sus ojos, negros como la misma noche, cortaron la respiración de Connor.
Ella se levantó. Su cabello, largo y de un castaño que Connor nunca había visto, (no rojizo o oscuro, como el de Piperina, sino más bien claro, como el oro oscurecido), y largo, tan largo que cubría más allá se su espalda y seguro más allá de sus muslos, se onduló con vida propia.
Incluso su piel era distinta a todo lo que había visto. Bronceada como la de Zedric, pero aun así clara y un tanto pálida.
¿Cómo explicar el ser pálido y al mismo tiempo bronceado?
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Ecos de sol.
FantasySer un líder es difícil. Drena todo de tí, te lleva hasta el punto más crítico de la existencia. Zedric no quiere serlo. No quiere gobernar a un reino que desconoce, no quiere luchar contra una enemiga conocida. Sólo quiere ser libre, e intentará...