Miles de días, miles de amaneceres, pero ni un sólo despertar.
—Ranik, vuelve, vuelve, no puedes irte, no también tú... —murmuró Cara entre lágrimas. Ranik abrió los ojos.
No sabía porque, pero dormir no era para nada distinto a cuando estaba vivo. Su alma, al parecer, necesitaba descansar también en aquel estado inanimado.
—¿Todo está bien? —preguntó—. ¿Qué pasó?
Cara alzó la mirada. Había estado llorando en su regazo, pero al verlo despertar su rostro se iluminó y mostró un lado del todo distinto. Parecía decidida.
—Encontramos a los elfos, ¿Recuerdas? Sephira dijo que nos escondiéramos, pero, en vez de eso, luchamos. Tratamos de detenerlos de llegar a las puertas de la muerte y lo hicimos, pero sólo por poco tiempo. El alma de los demás se perdió, buscando más energía, pero la nuestra fue más fuerte que eso. El problema es que ahora Sephira está atrapada y a menos que...
Los recuerdos inundaron la mente de Ranik. El viaje, casi eterno, que habían hecho para llegar a aquel lugar. Las innumerables veces que se habían enfrentado a la guardia del rey del Inframundo. Las pruebas. Cada una más insoportable que la otra, todas con el propósito de derrotarlos en su camino a las puertas de la muerte.
Porque las puertas de la muerte eran todo menos lo que él había imaginado. El Inframundo, en sí, era sorprendente en mil y una formas distintas, y esto era así en mayor parte porque nunca le habían enseñado nada realmente verídico de él.
Podríamos resumir lo que había aprendido de una forma bastante vaga pero que abarcaría todo. El Inframundo era más que un lugar, sino una unión de distintas dimensiones en un mismo sitio.
Sus dos partes más conocidas eran las que abarcaban los humanos, pero no lo eran todo. Estaba el lugar al que iban las personas honorables, (bello, muy parecido al mundo de los vivos pero eterno en todas las formas posibles), y el campo del olvido, (que podría compararse con una mancha gris en el telar del Inframundo, sin vida y lleno de sufrimiento).
Aquellas dos caras podrían serlo todo, pero había más. Campos eternos llenos de animales que antes habían vivido, incluso de paisajes a imagen y semejanza de los que los habían recibido como mortales.
Habían otros campos y ciudades para los monstruos y criaturas fantásticas, todos distintos, llenos de extrañezas en su arte, comida y edificaciones.
Eran niveles, por así decir. Y, en el fondo, al final de la todo lo conocido, estaba la podredumbre. Dónde los seres más oscuros y maquiavélicos vivían. Hombres con culpa, monstruos sádicos, asesinos, y obradores de maldad.
Una capa de maldad que enrojecía la vista, que olía peor que nada, que se veía peor que nada. El origen de todo lo malo y la salida hacia todo lo bueno.
La cosa era qué, si te embarcabas en la misión de salir, de ir hacia las puertas de la muerte, primero tendrías que pasar por aquel lugar. Y no es que pasar las puertas de la muerte fuera lo difícil, sino el llegar a ellas.
Casi todos habían sucumbido. Primero Hiden, luego Iben, Elena. Sus mejores amigos y compañeros en tantas tribulaciones no murieron, pero sus almas tardarían en recomponer su energía después de todo aquello. Sephira sabía cómo serían las pruebas y siempre se daba el tiempo de prepararlos para ellas, pero era difícil no sucumbir a sus mayores debilidades.
Ranik se sintió furioso. Sephira, la persona más valiente que había conocido y que, en la última prueba, los ayudó a pesar de que sabía que perderían.
—¿Cómo escapamos? —preguntó Ranik—. Recuerdo la pelea, el rostro de... —se detuvo, no quería ni recordar el nombre de aquel ser monstruoso— Pero no recuerdo escapar. Ni siquiera recuerdo haber sido herido.
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Ecos de sol.
FantasySer un líder es difícil. Drena todo de tí, te lleva hasta el punto más crítico de la existencia. Zedric no quiere serlo. No quiere gobernar a un reino que desconoce, no quiere luchar contra una enemiga conocida. Sólo quiere ser libre, e intentará...