Capítulo 19. «Extraño orador»

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—Ellos... —Cara se detuvo. Estaba distinta desde que había salido de los campos de la pena la primera vez, su tez luminosa, sus ojos más claros, incluso— Vienen para acá.

Ranik entrecerró los ojos. Ver a Cara tan viva a pesar de estar muerta no perdía su rareza aun cuando ya había visto antes estos despliegues de poder.

—¿Ellos quiénes? ¿Los guardianes de la oscuridad? ¿O los de él...?

—No lo menciones —lo interrumpió Cara, Hiden había enmudecido por el miedo, mientras que Elena miraba toda la llanura de forma analítica, buscando indicios de estos perseguidores—. Ya fue suficiente con que mencionaras su existencia frente a Zedric como para que ahora lo acerques más a nosotros mencionando su nombre.

Hiden soltó un resoplido. Siempre había sido callado, en cierto punto nervioso, pero estar muerto lo había hecho un poco más relajado.

—A todo esto, ¿Cómo es que tú lo sabes si...?

Su parloteo se detuvo cuando el sonido del traqueteo de algo parecido a una caravana ambulante llenó el ambiente. Seguido a estos llegó el sonido del relinchar de algunos caballos, así como también la extraña sensación de que estaban siendo observados.

Parecía casi increíble que, hace unos segundos, cuando Zedric y su luminiscencia llenaron él ambiente, todo pareciera tan tranquilo. En aquel momento todo estaba lleno de un aspecto tenebroso, como si voces y chillidos invadieran los pensamientos de Ranik haciéndoles confusos.

—¡Tomen mi mano! ¡Ya! —gritó Cara. De repente sus ojos estaban completamente oscurecidos, una extraña energía plateada saliendo de ella.

Ranik apenas alcanzó a ver un poco de aquellos monstruos. Jinetes, con caballos de más de dos metros de alto, cuerpo robusto y armadura que, en la máscara, tenía forma de rinoceronte. Colgando de sus lomos había cadenas, que colgaban y resplandecían en oscuridad.

Pero Cara se los llevó antes de que pudieran averiguar quiénes eran aquellos seres. Pronto estaban rodeados por completo de rosas rojas, con el suelo completamente acojinado y un montón de golosinas esparcidas en su cercanía.

—Odio este lugar —musitó Elena con enojo—. ¡¿Te imaginas lo que dirá mi familia si sabe que estuve aquí?!

El inframundo era todo menos lo que Ranik había imaginado. El Reino Luna no hablaba mucho de él, pero, haciendo un resumen de toda la educación que había recibido a lo largo de los años, Ranik había recordado lo siguiente, y, después de compararlo con las experiencias recientes, había llegado a varias conclusiones.

Antes creía que el inframundo estaba dividido en dos. El lado en el que vivían las personas que habían obrado bien y en el que estaban las que habían obrado mal.

Después entendió que cada alma era transportada automáticamente a los campos de de duelo en lo que se volvía consciente de su muerte, mientras que, si era un alma joven, como la de un bebé, volvía a nacer.

Los campos de duelo te mantenían prisionero hasta que superaras lo que había sucedido. Que habías muerto.

Y, sí habías muerto, dependiendo de la forma en la que lo habías hecho, tus propios hechos y vicios te condenaban.

Podías haber sido una persona mala. Esa culpa, pesarosa, te podía llevar a la Rivera del Río de Tinieblas. Ahí recordabas la muerte de un ser querido, recordabas tus pecados, sufría seternamente.

O, de lo contrario, podías haber sido una persona normal. Entregada al dinero, a los vicios, a la familia, al placer. Entonces ibas directamente al lugar que te pertenecía.

Ecos de sol.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora