Capítulo 17. «La menos esperada»

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—¿Entonces? —la voz de Yian rompió la armonía del chocar de las olas contra las rocas del precipicio que estaban observando—. ¿Qué haremos ahora?

Skrain suspiró. Había demasiadas cosas en su cabeza como para conseguir sacar una buena conclusión.

Estaba el atardecer, bello, lluvioso, pero a la vez lleno de un sol que se vislumbraba detrás de las grises nubes y el cual no podía dejar de ver.

Estaban también las posibilidades, que eran o irse de vuelta al viejo continente o seguir a su destino, buscar a Amaris, Piperina y Zedric. Había una especie de conexión entre ellos y Skrain sabía que tenía que resolverla.

¿Pero podría hacerlo? ¿Ir hasta ellos? ¿Enfrentarlos a la cara sin sentirse culpable?

Tal vez antes había matado personas que conocía de toda la vida, personas con las que aun estaba conectado, pero esto era distinto.

El rostro de Piperina volvió a la mente de Skrain. La forma en que, después de saber todo lo que él había hecho, no había soltado ni una lágrima, sino que lo había mirado fijamente, como si pudiera ver hasta la parte más profunda de él. La misma tierra lo estaba mirando. Erydas, fuerte, perseverante, duro y que tenía que buscar una solución.

Ya no había aprecio en su mirada, sino que había decepción, una preocupación inconmensurable.

Skrain temía ver ese rostro y sentirse culpable. Temía ver en ella todos aquellos pecados que no quería recordar.

Temía no ser lo suficientemente bueno, arruinarlo todo de nuevo.

¿Qué importa tener todo el poder del mundo si sólo sirve para hacer daño?

—No lo sé —respondió. Yian parecía consciente de lo difícil que era la situación, porque apretó los labios y farfulló:

—Viejo o nuevo continente. Amigos o enemigos. ¿Qué es lo qué tú instinto dice?

Instinto. Nunca había parecido sabio guiarse por él. Skrain se lo preguntó muy firmemente, trató de que su poder sirviera de algo.

Pero no era Skrain, el Dios que le daba poder, no era el Dios de las probabilidades. Era el Dios de la muerte. Lo primero que le vino a la mente fueron visiones, sensaciones del momento en que las personas que le importaban morirían.

Primero vió a Piperina. La vió luchando, defendiéndose de una especie de monstruo en el medio del mar. Vió a Nathan caído a un lado de ella, inconsciente, tal vez muerto.

Esa fue respuesta suficiente. Tal vez no podía traer a los chicos que se habían ido de vuelta, pero si que podía salvar a los que aun tenían tiempo.

—Iremos al Reino Sol —le respondió a Yian—. Buscaremos guía ahí.

—Está... —Yian se detuvo. El hijo del gran abuelo entró en escena, impetuoso, y dijo:

—Ha llegado alguien buscándote. La hija de la Luna.

—Parece que tus amigos nos han alcanzado antes de lo que pensaba —murmuró Yian, en su tono se reflejaba totalmente su sorpresa—. ¿Pero cómo lo ha logrado?

Ambos siguieron a Ulmar todo el camino hasta la frontera de la isla. Los guanays ya no parecían tenerle tanto miedo a Skrain, ya que pasaban de un lado al otro, sin cohibición como hacía unas horas, que les habían dado de comer en una escena bastante incómoda.

—Es una chica testaruda. El abuelo no le ha dado autorización para que pase, pero aun así insistió con muchas ganas en que es urgente.

Skrain frunció el ceño. En ese momento llegaron a la frontera, donde Alannah esperaba con impaciencia.

—A tí es a quien esperaba ver —dijo con resignación y sin muchas ganas al verlo llegar.

Ecos de sol.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora