CAPÍTULO 12

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Las manos aferraban con notable tensión la empuñadura de las espadas, sendas hojas relucientes y terribles.

Todos vestían la misma armadura de tono resplandeciente. Peto, hombreras y otros accesorios de metal confirmaban el grueso de su vestimenta. La cota de malla, de un azul intenso, se deslizaba a modo de falda sobre sus cinturas. Las capas azules ondeaban indomables ante la fuerte brisa de la mañana. Solo el hecho de que no llevaran casco evitó que soltara un grito involuntario de puro terror. Pero sus rostros estaban descubiertos y dediqué los primeros instantes en estudiarlos inútilmente, tratando de ignorar el nudo que se me estaba formando en la garganta, así como la sensación de flaqueza que me invadía las piernas.

Dediqué una mirada atónita a Seya y luego a Clefti, que se situó ante las filas de soldados, de cara a nosotros. La sonrisa picaresca no era más que un fugaz recuerdo.

—¿Qué significa esto? —escupió Seya, sonando tan firme que empecé a relajarme.

—El rey exige vuestra presencia —soltó nuestro compañero de viaje, haciendo una seña a un par de soldados.

Antes de que ninguno de los dos surgiera con alguna réplica para ganar tiempo, fuimos desarmados y esposados con unos gruesos grilletes.

—¿Cómo nos has encontrado? —continuó Seya.

Clefti soltó un bufido burlón y, durante un único instante, volví a verlo como el pícaro correcaminos que habíamos conocido.

—No me corresponde a mí daros explicaciones ni a vosotros hacer preguntas. ¡Subidlos! —ordenó con vehemencia, dirigiéndose a los soldados.

Fuimos empujados a través de las filas de enemigos y conducidos hasta uno de tantos carros de combate que aguardaban detrás de ellos. Nos forzaron a subir y enseguida todo se puso en movimiento. Los soldados montaron sus caballos, subieron a los carruajes y hasta tomaron el carromato. En nuestro carro iban tres soldados. Uno que sostenía las riendas y otros que permanecían en guardia a nuestras espaldas. En un momento, nos dirigimos en formación hacia nuestro inevitable destino.

Por primera vez me permití tratar de situarme y contemplar el paisaje. Íbamos directos hacia una cordillera cercana. Las montañas se elevaban imponentes, cubiertas de árboles y vegetación. Ante nosotros se abría un gran paso, entre dos riscos muy pronunciados.

—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —le susurré a Seya, desesperado.

—Te dije que el soberano de Fávex roza el fanatismo cuando se trata de Fálasar. Se habrá enterado de algún modo de vuestra llegada y removió tierra y cielo para dar contigo. No sería raro que ya hubiera encontrado a otros de tus amigos.

—Pero, ¿qué quiere de nosotros?
Pensaba que nos ayudaría pero no parece muy dispuesto.

—Es pronto para suponer sus intenciones, pero tendrás que tener mucho cuidado con lo que dices cuando estés ante él. Asegúrate de que te vea tan solo como a un joven víctima de las circunstancias. A lo mejor su humanidad puede eclipsar el odio hacia el Señor Rojo.

—Contigo no me fue muy bien con eso —solté con un gesto que trataba de forzar una sonrisa—. No conseguí demostrarte que no era ningún fanático peligroso.

—Conmigo no fuiste sincero. Tienes que serlo con el rey. Dudo que tengamos ninguna oportunidad si sospecha que le estás mintiendo.

Asentí con indecisión.

Poco después nos adentrarnos en el paso. A ambos lados se alzaban las prominentes montañas, a medida que el camino ascendía por momentos. Los salientes rocosos estaban cubiertos por musgo y otro tipo de vegetación muy similar pero de color naranja. Los árboles alternaban con admirable equidad los colores verdes y morados. El trote de los caballos y el rugido de los carros eclipsaban los restantes sonidos de la naturaleza, pero no tenían forma de apagar el viento contra nuestros oídos. El aire era seco, frío y de un aroma indefinido, típico de la convivencia de cientos de olores naturales. El camino comenzó estrecharse y la formación se adaptó al espacio disponible. 

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora