CAPÍTULO 4

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No estaba seguro de cuánto tiempo seguirían sosteniéndome las piernas. Tenía el pulso acelerado y a causa de la impresión empezaba a ver algo borroso. Los jueces siguieron discutiendo entre ellos, olvidándose de mí por un instante, mientras que la multitud iba menguando. Miré alrededor, esperando algún milagro que me sacase de allí, pero lo único que noté fue la presión de mi estómago. Quise decir algo, cualquier cosa que me beneficiara, por muy insignificante que fuera, pero era incapaz de articular palabra.

Me quedé boquiabierto, con un leve temblor en el labio, observando la acalorada e íntima discusión entre los jueces. Seya no parecía contenta con el curso que estaba tomando, y daba la impresión que Tirigan y el anciano le estaban exponiendo algo. Ella los miraba a uno y luego a otro, junto a alguna que otra fulminante y fugaz mirada en mi dirección.
Finalmente, Seya pareció desistir, y sus compañeros se relajaron en sus asientos antes de levantarse. Busqué apoyo en la mirada de Tirigan cuando pasó a mi lado, pero no se volvió.

Antes de darme cuenta, mientras me esforzaba por no desesperarme ante la idea de morir ahogado la mañana siguiente, Seya dio órdenes a diestro y siniestro y de repente me encontré encadenado a uno de los árboles que se adentraban en el bosque, detrás del tronco cortado a forma de mesa. Era un posición bastante estratégica, pensé, porque aquel tronco precisamente estaba en mi ángulo de visión, por lo que no podía ver qué ocurría en el campamento; la cadena era demasiado corta para poder ponerme derecho, por lo que permanecía sentado con la espalda apoyada en la rasposa madera del árbol.

Repasé lo ocurrido en el juicio, como quien trata de recordar un enrevesado sueño, tratando de encontrar el momento en el que lo había fastidiado todo. Pero enseguida supe que no había nada que pudiera haber hecho. En realidad, pensándolo bien, apenas había hablado. Eso no se pareció en nada a un juicio. Era más bien una sentencia a muerte más amistosa. Pensé en Seya y no pude evitar uno deseo desenfrenado de estrangularla. ¿Por qué me hacía esto? ¿Por qué me odiaba tanto? Todos los demás parecían mucho más dispuestos a hacer las cosas de otra forma, pero ella tuvo la última palabra; palabra que usó para condenarme, tal y como me habían advertido.

Iba a morir.

Intenté hacerme a la idea. Tenía poderes, sí. Me habían sacado de algún que otro embrollo, sí. Había sobrevivido a situaciones muy peliagudas también, claro. Pero aquello era totalmente diferente. Me iban a abandonar atado en un lago de preocupante profundidad.

¡No había forma de sobrevivir a eso! Pero claro, es lo que ella quiere. Sin razón aparente, pero es lo que busca; matarme a toda costa. Podría haber pensado en los detalles de lo ocurrido. Podría haberme preguntado sobre la Luna de Sangre o sobre qué rayos era un jinete para ellos. Dudaba que consistiera en domar caballos salvajes. De ser así, muy mal genio debían tener los caballos de Ra'zhot.

Pero no, no pensé en nada de eso ni me cuestioné nada más allá de mi dichosa suerte. Solo podía pensar en cómo, al amanecer, iría a morir. Me pregunté cómo sería morir ahogado. Hasta el momento pensaba que la peor muerte posible sería morir quemado, pero era consciente que en los últimos meses había aprendido a no temerle al fuego. Se me ocurrió, entonces, que la siguiente forma más horrible de morir era justo esa; morir ahogado. En aquel instante, al menos, me parecía la más terrorífica de todas.

El sonido de unos pasos me sacaron de mi ensimismamiento y me di cuenta que ya había anochecido. Levanté la vista, con la estúpida e ingenua esperanza de ver un rostro amigo, cuando vi a Seya acercarse con un cuenco. Lo plantó delante de mí y se sentó en un gran y esculpido tronco cortado, a modo de ornamentado asiento. Era el mismo asiento desde el cual me había condenado a muerte hacía pocas horas, pero esta vez se encontraba de espaldas a la mesa, con la vista fija en mí. Lanzó un rápido vistazo al cielo y volvió a dirigirme una penetrante mirada.

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora