CAPÍTULO 18

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Nathan venía de un orfanato.

Allí había pasado toda su infancia y parte de la adolescencia, entre los fríos y tristes muros de un centro de acogida para menores. Sus primeros recuerdos se formaron entre las cuatro paredes de un habitáculo de amargos tonos, junto a otros niños igual de reticentes que él a confiar en los demás.

Pasaron los años y los pocos amigos que tenía se iban marchando, bien sea por haber llegado a la mayoría de edad o porque fueron adoptados. Él no tuvo esa suerte. La gente era supersticiosa y un niño pelirrojo de ceño fruncido no apelaba al sentido paternal de nadie.

—Así que al cumplir los dieciocho me echaron —añadió nuestro amigo, frotándose las manos y manteniendo la cabeza gacha.

Así fue como le forzaron a despedirse de todo cuanto sabía y cuanto creía conocer. Y así, de la misma forma en la que tantas veces se había quedado atrás en el pasado, ahora se convertía en la misma anécdota de todos aquellos que seguían esperando el desenlace de su suerte.

—No tardé en darme cuenta de que ya nadie me daría tres comidas al día y un techo bajo el que resguardarme. Intenté mendigar, pero la gente hacía como que no me veía, y si cruzábamos miradas apartaban la vista como si les hubiera dado un calambre. A la gente no le gustan los vagabundos.

Hizo una pausa en la que pareció recordar algo íntimo y lejano de un pasado al que creía haber enterrado. Negó con una sutileza tan solo eclipsada por la comisura de sus labios al dibujar una sonrisa.

—Empecé a hacer dinero en peleas callejeras, apostando a mí favor o no según los números. A veces parecía que iba a ganar, pero no lo hacía. Otras veces todo parecía perdido, pero conseguía salir adelante y llevarme la victoria. Entre esos amaños y robar aquí y allá, cuando el riesgo era mínimo, tenía suficiente para comer y darme algún capricho.

Intuía que Nathan lo había tenido más difícil que la mayoría de nosotros. Su mirada antes de cruzar el portal era de total indiferencia. No mentía cuando dijo que no le quedaba nada allí. Solo nos tenía a nosotros, y si nosotros decidíamos embarcarnos hasta el fin del mundo, nos seguiría con una sonrisa en los labios y el corazón aliviado. Pues, por muy disparatado que sonase, aquel sería su hogar.

—Vivía en una fábrica abandonada con todo tipo de personajes. Vagabundos, desahuciados, hippies, yonquis... La policía nos amenazaba cada mes con hacer una redada si no abandonábamos la fábrica, pero no era más que política. Ellos hacían su trabajo, nosotros no inundábamos las calles por la noche. Estábamos recluidos en un único lugar y la gente solo tenía que evitar pasar por allí. Era un acuerdo no escrito, un mutuo entendimiento. Todos salíamos ganando.

La naturalidad con la que relataba los hechos me desgarró por dentro. Todo lo que estábamos viviendo era una locura, un sinsentido al que apenas empezábamos a acostumbrarnos. Todo parecía haber pasado tan rápido que se sentía como ayer el día en el que obligué a Peter a que me preparase el almuerzo porque se nos había hecho tarde. Pero, al mismo tiempo, se sentía una eternidad la última vez que escuché la voz de mi madre, que miré a la luna sin temor o que compartí mis recuerdos con una desconocida en el tejado de una taberna cualquiera bajo el manto de la noche.

Pero mis recuerdos, el deseo de recuperar lo que ahora sabía que era la mejor vida que podía haber tenido, me ayudaba a seguir adelante y luchar con la voluntad de la última hoja del otoño. Todo sea por recuperar aquella vida. Pero ¿para qué luchar si no tuviera nada de eso? ¿Por qué luchaba Nathan?

—Todo eso funcionó durante un tiempo, hasta que ocurrió lo que nos juntó a todos aquí en primer lugar. La noche en la que aparecieron las líneas, todo cambió. Asusté de muerte a todos, por lo que se marcharon por patas y nunca más pisaron un pie en la fábrica. Bastante lógico ahora que lo pienso. No tardaron en correr rumores de que allí vivía un monstruo, alguien peligroso, el hijo adoptivo del diablo. La policía ya no se molestaba en fingir interés y ya nadie quería pelear, así que adiós a mi fuente de ingresos. Ya no podía acercarme a nadie para robar, no había otro joven pelirrojo en varias millas a la redonda —nos miró uno por uno, con la expresión de estar a punto de decir algo, pero sin atreverse a soltarlo—. Así que empecé a atracar gente. Solo tenía que sorprender a alguien en algún callejón apartado, poner los ojos rojos y pedirles el dinero. Soltaban los billetes como confeti. Gané en esos pocos meses más que en todo un año con las peleas. No es que esté muy orgulloso, pero funcionaba.

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora