CAPÍTULO 15

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Llegados a un punto, me había dejado caer de rodillas. El eco de mi grito hacía tiempo que se había extinguido. Mi figura encorvada contemplaba el horizonte con ciega determinación, como si en cualquier momento las cenizas rojizas fueran a regresar y a convertirse de nuevo en la chica de cabello plateado.

Susurré sus nombres una y otra vez, hasta que uno se convirtió en otro y ambos perdieron el significado.

Seya, Selitya, Selitya, Seya.

Tenía la escena grabada a fuego en cada rincón de mi mente. Las manos, los pies, el torso y finalmente el rostro. Todo se convirtió en simple polvo al que el viento no dio trato distinguido, y que desechó hacia la lejanía sin miramientos. Y en aquel momento, ella estaría compareciendo ante el miserable Señor Rojo, que se regodearía ante la situación, castigando su humanidad y reteniendo su espíritu. Y todo por una única razón; por haberse atrevido a amar.

Ahora su actitud, distante y severa, ya no me extrañaba en absoluto. Muchos de nuestros momentos compartidos, instantes exasperantes en los que juraba que jamás iría a comprender a aquella chica, cobraban sentido. Seya no era fría, distante o severa. Era lo que el mundo hizo de ella. Era lo que quedaba de la misma coraza que había empezado a proteger mi alma. Era la inútil resistencia ante una fuerza mayor, una que no le había traído más que sufrimiento. Pero inútil, al fin y al cabo, porque ni la más dañada y veterana alma puede rehuir el reclamo del amor.

Amor.

Aquello era lo que Seya afirmaba sentir por mí. Y de no ser porque literalmente desapareció en el intento, no la habría creído; no me habría atrevido a creerla. Pero allí estaba. Su ausencia. La más terrible e irrefutable prueba de la veracidad de sus sentimientos. Cuando me levanté lo hice con la paz arraigada en mi corazón.

Paz ante la certeza. Haría regresar a Selitya, incluso si con ello debía provocar la furia del mismo Fálasar.
No me importaba y no había lugar a dudas. El Señor Rojo se había ganado la enemistad del extraño del espejo. Y aquel haría lo inimaginable por verlo destruido.

Me dirigí ensimismado hacia la torre negra. No sabía cómo volver a El Rincón y pronto amanecería. Decidí no pensar en lo que acababa de ocurrir como una pérdida, sino como una despedida, una que cuánto antes actuara, antes se vería remediada. Una fina capa de hierba llevaba hasta la base de la atalaya, de la que surgían todo tipo de enredaderas y vegetación variada, que se cernía sin piedad sobre la piedra desgastada.

No tuve que buscar con demasiado ahínco. A unos ladrillos a la izquierda de la puerta, diferencié un oscuro hueco del tamaño de un puño, desprovisto de piedra y formando un cuadrado cuasi perfecto. Metí el brazo en el agujero y eché un último vistazo al estrellado horizonte que se había llevado los restos de Seya. Tan solo tras obligarme a jurar en voz alta que no regresaría a mi mundo hasta que la maldición de Selitya estuviera rota, pronuncié el conjuro y el agujero me jaló con la fuerza de un tornado, escupiéndome instantes después sobre el suelo de madera pulida de El Rincón.

Tuve que contenerme para no coger algún objeto que me recordase a ella, como la túnica roja con la que había entrado aquella mañana en la tienda, con cara de pocos amigos y una mirada penetrante.

«No ha sido una despedida, la verás de nuevo. Lo has jurado».

Con aquellas palabras resonando en mi cabeza, me dirigí a paso resuelto hacia la puerta que comunicaba con la vasija, y por primera vez hasta entonces, me adentré solo en el neblinoso portal que tanto me inquietaba.

Como ya recuerdo haber dicho, aquella noche no dormí. Regresé a la habitación del palacio con menos gracia de la que me hubiera gustado, pues me escupió de bruces contra la bañera, que se volcó y provocó un estruendo que debió haber alertado a medio castillo. Volví a poner derecha la bañadera con torpeza, que tan solo por un oportuno milagro seguía de una pieza, y tiré al suelo la mayoría de toallas que me habían dado, esperando que absorbieran el agua. Me quité le camisa, empapado, y tras sacarme con la toalla en una serie de agitados movimientos, caí rendido en la cama. Sin embargo, tenía el corazón y la mente demasiado agitados como para conciliar el sueño. Y entre miles de pensamientos retorciéndose como pájaros enjaulados, permanecí despierto hasta que unos amargos tonos grises deslizándose a través de la ventana me anunciaron la llegada del amanecer.

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora