CAPÍTULO 26

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No los valerosos y resilientes soldados. Ni los magos conocedores de la historia y secretos del mundo antiguo. Tampoco los restos de aquellos monstruos, quimeras atormentadas de las almas perdidas.

Y mucho menos nosotros, hijos de otro mundo.

Nadie creyó lo que veían sus ojos. Nadie esperaba presenciar el renacimiento de un nuevo Bendecido. Pero hasta entonces la batalla sería la única verdad, y la muerte la única certeza.

Grupos de soldados se habían reunido en círculos aislados, que inmovilizaban a los Fórion atravesando con las lanzas sus manos descubiertas, dando la oportunidad de decapitarlos en el acto. Los arqueros disparaban flechas en llamas a la niebla, obligando a los monstruos a moverse y descender con torpeza. El apoyo de los magos resultó indispensable para asegurar a los heridos y dispersar las hordas. Pero de todo ello era conscientes tan solo gracias a la prodigiosa percepción de Jinete, porque todos mis esfuerzos recaían en el combate.

Los cuatro juntos, desenvueltos y libres, éramos una tormenta sobre el enemigo. El indomable fuego por sí mismo, aquel aura llameante que envolvía nuestra figura, resultaba abrumadora para los Fórion.

Me movía con agilidad, saltaba con precisión y fluidez, esquivaba con movimientos que no creía posibles. Mi espada atravesaba las tinieblas, los restos de cualquier monstruo que se interpusiera en mi camino.

En un momento dado, nos habíamos separado, alejado a lo largo y ancho de la muralla.

Una bestia encapuchada saltó desde un punto inaccesible a mis espaldas, y sin pensarlo, salté hacia atrás extendiendo mi cuerpo, media voltereta en el aire, hasta el punto de sorprender al Fórion en plena embestida, justo bajo mi cabeza. Lancé una estocada movido por el instinto, por la memoria del guerrero. Y el enemigo estalló en humo negro.

Un instante antes de aterrizar, sentí la vibración del aire por encima de mi cabeza y retorcí el cuerpo con tal de lanzar la espada, haciéndola girar en el aire y alcanzar el cuello del monstruo.

Aterricé sin gracia sobre el costado izquierdo y sentí otro monstruo en aire. No, dos más. Tan solo llegué a intuir el rayo que lanzó disparado a uno de ellos. Pero eso no impidió que el Fórion restante aterrizara sobre mí, abriendo las fauces ante mi rostro bañado en sangre. Conseguí retenerle por los codos, mientras usaba las garras para desgarrar la carne en mis brazos y estiraba el cuello como un animal enajenado con tal de alcanzarme. Un movimiento en falso, un pestañeo innecesario, y su boca se cerraría alrededor de mi cuello.

La sangre y la saliva que se escurría por sus encías me salpicaron la cara y los ojos, aunque se evaporaban en un silbido al contacto con mi piel. Me estaba destrozando los brazos, la carne en ellos estaba oculta entre un río de sangre y la tela rota y chamuscada de la camisa. Pero la posición era imposible. Si intentara hacer uso de la fuerza para quitármelo de encima, alcanzaría mi cuello y me mataría. Lo sabía porque el servidor del caos lo sabía. El poder en mí, aquel ser retorcido, quería mantener a su anfitrión vivo.

Si otro Fórion se uniera al ataque estaría perdido. Y en la confusión de la batalla no había nadie que acudiera a mi llamada.

¿Sería ese mi final? ¿En aquel lugar, bajo las babas de una grotesca criatura, acabaría mi vida?

Todas las promesas. Las personas que vivían en mí y que deseaba volver a ver y recordar. La voluntad de defender a los hombres del mal bajo el que perecería. Conmigo se iría todo ello. Con la simple partida de una vida, era tanto lo que se perdía, desvaneciéndose con indiferencia. A pesar de cuán fuerte sea el deseo de retenerlas. De vivir.

Pensé en mi madre.

¿Cómo de fuerte debía de estar deseando volverme a ver? ¿Y cómo de inútil era esa esperanza?

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora