CAPÍTULO 14

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Fueron varias y muy diversas las razones que me impidieron dormir aquella fría noche, manteniéndome prisionero de mi consciencia y esclavo de mis lamentos.

El gigante Hanra nos condujo con destreza a través de los pasillos y estancias que daban forma al fastuoso castillo, de camino a las que serían nuestras dependencias aquella noche. Estaba tan hundido que apenas miré a ninguno de los dos y no reaccioné hasta que hubimos llegado ante un pasillo cerrado, cuando la profunda voz de Hanra hizo que me sobresaltara.

—Elegid habitaciones, o habitación —añadió en tono jocoso, alzando una ceja—. Los sirvientes vendrán para preparar el baño y daros ropas que no apesten.

Alcé la vista sin ganas y escudriñé el angosto pasillo. El fondo daba a una pared con un amplio cuadro, que ocupaba la mayor parte de su superficie. Se trataba de un retrato del monarca, aunque varios años más joven e incluso todavía más agraciado, seguramente fruto de la destreza y buen raciocinio del modesto pintor. Estaba sentado en actitud despreocupada, con sus lustrosas prendas reteniendo los más vivos colores de la obra, y una pesada espada apoyada en un costado, inclinada ligeramente, tocando el suelo con la punta.

Aparté la mirada casi indignado.

Solo pensar en el monarca me hacía revivir todas y cada de las sensaciones que acababa de experimentar, crueles y caprichosas emociones de terrible estigma.

—Yo iré a esta —oí decir a Seya, con voz queda y reservada, deslizándose con fluidez hacia una de las puertas—. Intenta dormir.

Dicho aquello, y sin esperar una respuesta por mi parte, se adentró en la habitación. Me alegré de poder estar solo, consciente de que no me apetecía discutir nada con nadie en aquel momento. Me giré hacia Hanra, para indicarle con sutileza que me dejara en paz, pero descubrí que me encontraba solo en el obscuro pasillo. Y, por primera vez en mucho tiempo, me alegré de que así fuera.

Me dirigí hacia la puerta de la habitación contigua a la de Seya, y la crucé sin fijarme en nada que no fuera la cama, cuya silueta intuía por el rabillo del ojo. Me dejé caer en ella y apreté los ojos con fuerza. Fue entonces cuando lloré.

Minutos después llegaron dos mujeres de mediana edad y un chico no mucho mayor que yo. Arrastraron una bañera desde un lado de la estancia y la llenaron con agua caliente y algunas sustancias aromáticas. Me dejaron sábanas limpias, toallas, una mesita con ruedas con la cena y ropa nueva. Me dedicaron unas palabras de cortesía, explicándome lo que acababan de hacer, y se retiraron con educación.

Tardé un buen rato en levantarme de la cama, todavía resonando en mi cabeza las palabras de aquella noche, con la sensación de haberlas escuchado hacía una eternidad y con las saladas lágrimas de mis mejillas como prueba de lo contrario. Me desvestí con movimientos lentos e indecisos, deshaciéndome de mi ropaje como si de una segunda piel se tratase.

Dejé arrastrar el cuerpo hasta el borde de la amplia bañera, cuyo aromático y cálido contenido parecía reclamarme con impaciencia, y con tímidos gestos me dejé envolver por la reconfortante experiencia. Un escalofrío me recorrió toda la columna y el calor penetró en cada uno de mis huesos. El suave tacto del agua, así como los somnolientos y estimulantes aromas de las especias, fue lo único que me permitió cerrar los ojos y poner en orden mis pensamientos.

Lo que había ocurrido hacía cuestión de meros minutos era tan irreal que casi esperaba despertar sobresaltado y descubrir con gran alivio que se trataba solo de una desagradable pesadilla. Pero la realidad acechaba sin misericordia, sin vergüenza ni falsas promesas, para mantener vívido en mi mente aquel cúmulo de desgarradores recuerdos. La magnitud de la traición tan solo se veía eclipsada por la de mi decepción. Había esperado durante tanto tiempo aquel reencuentro, ignorando con testarudez aquello terriblemente obvio, que parecía haber olvidado los sentimientos encontrados que tenía por ella.

Las Crónicas Del Fénix II: La Ascensión De FálasarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora